miércoles

Momentos de gloria (I) .- Las sillas

A todos nos ha pasado. No lo neguéis. En un momento u otro de nuestra vida (en varios momentos de la mía) hemos pensado eso de "tierra trágame" y hemos deseado estar en otro lugar o que el tiempo transcurriera mucho más deprisa.

Una caída, decir una tontería, una sensación de ridículo… ¿quién no ha protagonizado uno de esos momentos en los que, rodeado de gente, hace o dice algo que provoca unos segundos de silencio expectante seguido de una gran carcajada general y unas risas que terminan por hacernos subir los colores al rostro? Como desaparecer automáticamente, pese a intentarlo con todas nuestra fuerzas, aún no es posible, debemos aguantar el tipo y sonreír bobaliconamente. ¡Que remedio!

Recuerdo sin especial cariño alguno de esos momentos y os los voy a trasladar aquí. Quizás así logre exorcizarlos y que dejen de pesarme como una losa cuando voy a empezar a realizar acciones similares a las que dieron lugar a esos momentos de gloria.

Las sillas
La mía con las sillas es una larga historia que comenzó hace ya casi treinta años y ha continuado hasta fechas muy recientes. Se trata de algo tan simple como sentarte, romper la silla en la que estás intentado aposentarte y acabar en el suelo entre las risas y la coña de los presentes. Tal vez me favorece en esta habilidad el que me sobren unos kilillos, bueno, bastantes kilazos. Coño, que estoy gordo vamos. Pero lo de ser gordo se asume mientras no te meta en follones.

Mi estreno con las sillas fue a eso de los veinte años, en una de mis primeras visitas a casa de los padres de mi novia. Era una de esas situaciones en las que intentabas poner cara de bueno, ser educado, no romper ningún jarrón, vamos que querías causar buena impresión. Mis futuros suegros los fines de semana se desplazaban a una localidad serrana donde, cuando hacía buen tiempo, tenían la costumbre de comer en una agradable terracita de la casa. El mobiliario eran mesas campestres de esas plegables y los asientos eran sillas-tumbonas también de las usadas para el campo o la playa. Como en la familia de mi novia eran resumidos en carnes, nunca se habían tenido que preocupar de la resistencia de los materiales pues a ellos les bastaba y sobraba. Sin embargo al poco de sentarme yo, la silla empezó a vencerse de un lado, del otro y a “plegarse” mientras a mí me entraba la vena mística (¡ay dios!, ¡¡ay dios!!) y finalmente yo terminaba con la silla espachurrá debajo de mi y yo con las posaderas en el suelo. Me miraron, pasaron los tradicionales segundos de silencio, se rieron y rápidamente empezaron a buscar excusas que me exculparan: “esa era la silla mala, “es que son sillas baratas”, etc. Pero tú sabes la verdad; están pensando “el jodío gordo este que viene a rompernos las sillas…”

Después de este inicio, también a mis futuros suegros les chafé una tumbona mientras me echaba una siestecita en la citada terraza. No es que estuviera empeñado en dejarles sin mobiliario, pero... Tal cual estaba tumbado todo lo largo que soy disfrutando de una plácida digestión, la tumbona empezó a doblarse lentamente, como a cámara lenta, sin un ruido, y terminé, exactamente en la misma postura, pero en el suelo. Y tu vergüenza es doble, ya que una vea, pase, pero esto ya empezaba a ser vicio. Y ellos, ya sabéis, “es que son muy malas” “es que era de las baratas” pero yo estoy seguro de lo que realmente pensaban ¿verdad?

A partir de ahí ya cogí experiencia y las he ido rompiendo de carrerilla. En bares, de invitado, en mi propia casa –varias veces- creo que he probado a tronchar de todo tipo de asientos. He conseguido montar el show en muy distintos lugares y con audiencias variadas y he sacado en claro que caerse de una silla no es deporte olímpico, que a los demás les encanta verte caer (salo al dueño de la silla, claro) y que cuanto más grotesca tu postura final más divertido es par los demás.

Será por todo esto que cuando voy a casa de mi hermana y nos sentamos a la mesa del comedor, en lugar de dejarme la silla de diseño, bonita, como todas las demás del comedor, me trae una de las rústicas, seguras, macizas y resistentes de la cocina. Porque me conoce. Y yo, en lugar de sentirme ofendido, se lo agradezco enormemente ya que así todos comeremos tranquilos.
(continuará)

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