Hace unos días mi hija mayor vino a pasar el finde con un par de sus amigas a casa. Teóricamente iban a estudiar y a hacer un trabajo pero no estoy completamente seguro de que lo consiguieran. Eso sí, si las risas son indicativo de que se lo están pasando bien, realmente se divirtieron a modo.
Yo procuré dejarles todo el espacio posible. No quería ser un padre coñazo interviniendo es sus conversaciones, enterándome de “sus cosas”, imponiéndoles mi presencia. Compartí con ellas, además de los ecos de las risas, las comidas. Y los paseos para poner más fuerte la estufa y alimentar con troncos la chimenea, pero eso no cuenta, eran apariciones fugaces.
A una de las amigas de mi hija la conocía ya de otras visitas. A la segunda, también la conocía pero no la había visto desde que era una criaja de 4 años. Es hija de unos amigos, de esos que se quedaron en los roces con las esquinas de mi primer divorcio y desapareció de mi entorno totalmente. Creo que yo estaba expectante ante su visita, quizá tratando de adivinar, entre sus palabras, algún destilado de… cualquier cosa que le hubieran podido contar sobre mí, el divorcio, sus causas, el pasado, etc. Pero no. O bien no le habían transmitido nada, o ella no le había dado importancia o el contacto con mi hija, y sus comentarios normales sobre el día a día se tradujo en una normalidad absoluta. Mejor.
En una de las comidas, rememorando viejos, muy viejos, tiempos le relataba una historia sobre su abuelo fallecido hace años (su madre, además de amiga antaño, fue mi vecina durante toda nuestra infancia y adolescencia por lo que yo también había conocido a los abuelos maternos de la jovencita). Evité cualquier comentario sobre sus padres para evitar que derivase la conversación hacia terrenos que podrían ser incómodos para alguno, pero tenía una anécdota que guardaba yo con mucho cariño del padre de su madre, y ahí no podía haber controversia. Se la conté y después de unas sonrisas y comentarios sobre el hecho relatado, exclamó una frase que me hizo pensar: “Jo, siempre le estoy pidiendo a mi madre que me cuente cosas de mis abuelos, pero nunca me cuenta nada…”
Mi padre también falleció. Hace… ¡casi 36 años ya! Y no estoy seguro, para nada, de hablarles de él a mis hijos. No sé si he podido o sabido transmitirles mis recuerdos e impresiones sobre él a sus nietos. Sé que, evidentemente, les he hecho algún comentario, alguna anécdota, pero casi siempre aquellas en las que el protagonista era yo y él salía como actor de reparto. Y creo que eso no es justo para ninguno de ellos. Ni para los presentes ni para el ausente. Me he preocupado de que mis hijos dispusieran de un árbol genealógico, de un montón de fotos viejas escaneadas, pero no sé si les he dado a mi padre. Y pienso que, cuando lo dudo, es porque la respuesta es negativa. Es una pena. Debo intentar cambiar eso, pero y a ellos ¿les interesará? Veremos.
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