Después de oír muchísimas veces a las mujeres mentir diciendo eso de que "el tamaño no importa", os aseguro que no es así. Sí que importa. Y me estoy refiriendo a ser grande, alto, gordo… sobrepasar, en bastante, la media. Te causa problemas de muy diversos tipos: no caber en sillas, plazas de avión, butacas de cine, etc. (vamos, en la mayoría de los sitios), también a la hora de comprar ropa, zapatos (uso un 47) etc. Pero hay dos circunstancias que, por cotidianas y repetitivas, suelen ser incómodas: los coches y los ascensores.
Con los coches estoy especialmente sensibilizado porque espero que en breve me entreguen mi nueva cutreadquisición, (lo más barato de lo más barato porque mi economía no está para muchas alegrías) ya que no es lo mismo sentarte para probarlo, dos minutos, que aguantar tres horas de atasco. Ya veremos. Y es que estoy escaldado.
¿Sabéis como van las sardinas en lata? Bien, ese sistema lo idearon después de vernos a mi padre (más o menos, igual de grande) y a mí, hace unos años, en un 600. Nos habían dejado ese coche mientras el nuestro lo revisaban (¿no tendrían otro modelo, caray?) y fue una odisea. De entrada, para caber tuvimos que realizar una justa repartición del escaso espacio existente, y durante el trayecto un gran ejercicio de coordinación: “Voy a cambiar” decía él; Yo me salía por la ventaniila de la derecha, metía las rodillas contra el cristal y él cambiaba de marcha. "Relajación", y volvíamos a la posición original, estrechamente unidos, hombro con hombro, muslo con muslo, rodilla con rodilla. Nunca me sentí más cerca de mi padre. La velocidad máxima era la de los autos de choque y la cuesta del parking la tuvimos que intentar tres veces y con carrerilla. Tardamos más del doble de lo habitual en recorrer el trayecto y todos nos pitaban al adelantarnos porque parecía que íbamos parados dada la mínima velocidad que eso cogía. Pero pocas veces en mi vida me he reído tanto con mi padre. Algo bueno tenían que tener las apreturas…
En otra ocasión, tras una agradable cena de trabajo con un conocido, y aún en activo, presentador de telediarios de TV, él se ofreció a acercarme a casa y evitar el taxi. El problema comenzó cuando el aparcacoches se acercó con un Mitsubishi 3000 GT. Un deportivo bajito y molón, rojo fuego, acojonante. La odisea comenzó para meterme en el coche. Después de plegarme en 7 tuve, durante todo el trayecto, una gran dificultad respiratoria porque mis rodillas me obstruían la nariz. Y de la digestión ni hablamos. Con el estómago retorcido como una bayeta de fregar, os podéis imaginar dónde fue la cena cuando pude, al fin, salir del vehículo, eso sí, por partes, porque tenía todo el cuerpo entumecido.
Otra vez, en Barcelona, después de acudir a la consulta de un médico amigo, este se empeñó en llevarme él al aeropuerto. Bien. Tenía un precioso Mercedes Sportcoupe 230 Kompressor cuyos diseñadores no habían pensado en proporcionar suficiente recorrido hacia atrás al asiento y tuve que poner las rodillas en el parabrisas. Iba absolutamente encajonado, sin poder mover nada más allá de los dedos de la mano. El médico, que estaba, hasta ese momento, súper orgulloso de su coche nuevo (negro brillante, potente, extraordinario… para los enanitos de Blancanieves), se deshizo en disculpas, de algo de lo que no tenía culpa alguna, por supuesto, mientras tú te sientes gordo, deslabazado y pantagruélico...
Cuando conocí a la que hoy es mi mujer, tenía un coqueto Lancia Y 10, al que cariñosamente llamaba el "Lancita". Y el diminutivo no era de regalo. Cuando por cualquier circuntancia me tocaba conducirlo a mí (y lo intentaba evitar como a la peste) tenía que ir, fuera invierno o verano, con la ventanilla bajada para sacar el hombro; el acompañante iba a su vez incrustado contra su ventanilla y yo iba perfectamente peinado por el techo del coche. Para ver el retrovisor tenía que intentar agacharme y llevaba la palanca de cambios entre las piernas (y no penseís mal, coño). Tenía, además, la sensación de ir en un monopatín a toda leche por la autopista. En cuanto pudimos lo cambiamos por un todoterreno más adecuado a mi morfología… El que compramos, mis hijos lo bautizaron como "el camíon". Perfecto.
Pero creo que la vez que peor lo he pasado pues me sentí, además de ridículo, vulnerable, fue cuando tuve que volver conduciendo desde Toledo a Madrid el coche de la entonces mi jefa. Un Peugeot 307 cabrio. El coche fardaba una barbaridad y cuando lo llevaba ella, rubia, mona, con la capota quitada, llamaba la atención. La cuestión es que yo también la llamé pues durante el viaje llovía, no se pudo quitar la capota… y yo no cabía de alto. Desde fuera, la aerodinámica del coche se veía rota por un huevo, del tamaño de mi cabeza, que sobresalía presionando la blanda capota hacia fuera: y efectivamente, era mi cabeza. Me faltó, únicamente, hacer un agujero y sacar la cabeza por encima en plan dibujos animados.
Desde luego, no estoy hecho para todos los modelos, o ellos par mí. Y menos mal que hay coches que ya por el nombre me avisan de que no me puedo subir, como el Mini o el Micra y ni se intenta...
De las veces que me he descolgado en ascensores (sé, de primera mano, que tienen superamortiguadores en el fondo del hueco por el que suben) hablaremos otro día.
Pero no siempre es fácil ser grande. De verdad.