miércoles

Aquella noche

Porqué te vienen ciertas cosas a la memoria en momentos determinados es para mí un misterio. Y porqué hay instantes en que todos los parámetros de tu vida se juntan para remar al unísono en una sola dirección, creando un minuto mágico también lo es.

Cierto. Habitualmente, en nuestro día a día, unas cosas salen bien, otras no tanto, unos cuantos temas son positivos y otras dejan mucho que desear, y en general, casi todo se va compensando para crear esa rutina lineal que conforma nuestra vida en general. Sin embargo, como decía, hay momentos mágicos en los que de repente todo, cada uno de los componentes de ese instante, funciona en verde y se une a los demás formando algo irrepetible.

Mientras veía la televisión hace un rato he recordado unos de esos instantes en lo que creí explotar de gozo. Sucedió hace casi (no sé si atreverme a decirlo) 20 años, allá por 1992. Yo trabajaba para una multinacional, en un área que comprendía los patrocinios y habíamos sacado adelante un proyecto, en el que muy pocos creyeron, que tuvo muchas dificultades pero que, finalmente, resultó muy favorecedor para los intereses de la empresa. Además, la forma de explotación de los beneficios de este patrocinio que yo ideé fue novedosa, quizás sorprendente y muy, muy rentable. De hecho, se transformó en una serie de documentales que aún hoy acunan vuestras siestas de sofá desde La 2 de TV. Esto me llevó a tener que exponer en una reunión internacional, con representantes de todos los países en los que estaba presente la empresa (nº 1 del mundo en su sector) cómo se había desarrollado el proyecto, bases, acuerdos, beneficios, acciones, etc. Y hacerlo en inglés con turno de preguntas en inglés y francés. Y que esto escribe, seis meses antes, era incapaz de hablar en público en ninguno de los dos idiomas. Pero después de intensivas clases en ambas lenguas, lo pude hacer con dignidad.

Era principios de verano y el calor ya apretaba. Estábamos en Atenas (Grecia) y el entorno en el que nos alojábamos era fantástico. Nos habían preparado un plan de actividades lúdicas, complementario a las jornadas de trabajo, magnífico y nos trataban a cuerpo de rey, con todos los caprichos y mimos. El ambiente era muy bueno. El día señalado, largué mi speech con éxito, algo que me liberó de seis meses de preocupaciones y tensión, y la adrenalina se me disparó. Acabada la jornada, nos llevaron a cenar al centro de Atenas, a un hotel que era el edificio más alto de la ciudad, en cuya azotea, al aire libre y con una temperatura magnífica, nos habían preparado una opípara cena que estuvo amenizada, en vivo, con canciones populares interpretadas por un extraordinario grupo. A los postres comenzó un espectáculo que no se suele prodigar. La Acrópolis, enfrente de nosotros, iluminada por un juego de luces de suaves colores, distintos de los habituales, formando un magnífico todo, se vio bañada por un espectacular juego de fuegos artificiales. Era una visión increíble. A la sensación eufórica propia, le añadía el sentimiento de ser contemplado por la historia, por el lugar, bajo una luz hipnótica y con la música apropiada de fondo.

Y por supuesto, ella. Cressida. Joven, amable, simpática, risueña y guapa. Había sido la encargada de facilitarme toda mi presentación durante los días previos y lo había hecho con eficacia y amabilidad. Nos caímos muy bien. Habíamos coincidido, a propósito, en la misma mesa, en sitios contiguos durante un par de cenas en sitios increíbles a los que nos llevaron, y durante un día en la playa privada de la isla griega propiedad del socio local (magnate griego) de la multinacional. Nos buscábamos, nos sonreíamos y nos entendíamos en un medio francés, medio inglés, medio por signos y sonrisas. Y aquella noche estaba conmigo, en la azotea. Dándome la mano. Apretando mi mano. Me invadía un sentimiento de plenitud y de urgencia, de tener que grabarme a fuego cada detalle, cada segundo, cada sensación pues, además, aquella noche era la última. Al día siguiente regresaría. Cuando subiese, cuando subí, al autobús que me llevaba al hotel, se quedó en tierra, mirándome, diciendo adiós con la mano y lanzándome el único beso que de ella recibí. No hubo nada. Nada se dijo. Nada se explicó. Ella, griega, de Atenas, se iba a casar en dos meses. Yo, españolito de Madrid, casado y con una hija, volvía a casa. Me enseñó unas cuantas palabras en griego, me escribió su nombre en mi paquete de tabaco, y me regaló un sueño y un recuerdo. Fue una noche distinta, mágica, emocionante irrepetible y quizás, por qué no, algo triste.

Nunca me he vuelto a sentir como aquella noche.

1 comentario:

Princesa dijo...

No tiene por qué ser la única ni la última ni la mejor