sábado

Y eso es triste

Lo malo que tiene el pasado es que, por su propia esencia, es inmutable, ya no puede cambiar.

Yo creo que soy una persona bastante racional dentro de lo que hoy en día se puede, no especialmente celoso, más bien demasiado poco celoso -y así me ha ido-, y a quien no le dan un miedo especial  hipotéticos y futuros rivales porque me creo, dado que tengo un alto, altísimo, concepto de mí mismo, suficientemente preparado para competir y derrotar a cualquiera. Pero, ay, el problema viene de esos otros tiempos, los anteriores, que ya se fueron, y fueron cómo fueron, y por más que hagas, digas, pienses, dejes de hacer, rías, lo ridiculices, llores, o sea lo que sea lo que hagas, no cambian, no van a cambiar nunca y así se quedan. Como fueron.

Siempre te van a intentar convencer de que no tuvo importancia, o al menos de que ya no la tiene, de que están olvidados, de que cualquier tiempo pasado fue peor, de que tú estás aquí, ahora, en el presente y eres lo más importante. Pero... Es verdad que las cosas pasadas no fueron, que se acabaron allí. Pero el porqué se acabaron siempre es algo que queda difuminado. Y cómo se llegó a esa situación. Y, sobre todo, como habrían querido que fuese hoy esa situación.

Recuerdo que yo una vez hice un viaje a otra provincia para conocer a alguien y me pareció una locura. Una tontería eso coger el coche y desplazarme 4 horas, y eso que fue con un coste relativamente ajustado dado que mi vehículo consume poco. Pero había curiosidad, posibilidades, quizás, incógnitas… y sin embargo, repito, me pareció una locura. Sin embargo, qué puede impulsar a alguien que no está en su mejor momento económico, que en esos días no disponía de ingresos, a sacar un billete de avión, dejar a sus hijos solos en casa que, aunque mayores, yo  sé que le cuesta, e irse durante 15 días al otro lado del charco, a la selva mexicana detrás de alguien. Detrás de él.

A día de hoy se intenta minimizar esa relación y difuminarla entre tantas otras que pueden haber existido, para que una ficha más entre todas no destaque de ninguna forma. Pero hay tantas contradicciones, hay tantos contrasentidos, que dicen todo lo contrario. En alguna ocasión, siempre ha hablado de forma dispersa con un dato aquí y otro allá,  mencionó lo educado,  lo cortés,  lo caballeroso que era (es) el susodicho. También de lo culto y leído, con lo que ella aprecia estas cualidades. En otra ocasión de lo magnífico amante que era, tanto por técnica, como dotación y resistencia (vamos, la leche, digo yo). Poniéndolo incluso una vez como paradigma del amante, latino, perfecto.  De hecho cuando hoy me quiere halagar en este campo siempre habla de la habilidad y experiencia de los hombres a partir de los 50, en plural, entre los cuales, evidentemente me incluyo, pero grupo en el que también es cierto que no estoy solo.

También era (es) un hombre de posición política significativa con una carrera emergente y con buena proyección y una saneadísima situación económica. Y además, estaba soltero; no estaba engañando a su mujer, ni argumentando falsas promesas de futuro ni otras falacias al uso. Era el becerro de oro. De ahí la ilusión, la esperanza, la sensación de que, por fin, el cielo es justo y te pone delante lo que ansias y ¿por qué no? mereces. Por eso, la inversión en dinero, en tiempo, en dejarlo todo aquí, sin pensar en cómo se conjugarían las vidas, de salir todo bien, para ver, comprobar, ratificar allá las esperanzas depositadas en que se confirmarán todas esas sensaciones que se habían sembrado en España.

Luego empieza la parte de la historia en la que se subrayan problemas pues hay que que quitar importancia a lo que sucedió durante ese viaje y ante todo, difuminar la importancia del viaje mismo. Y contar cómo se aprovechó el tiempo culturalmente, incluso familiarmente.

Pero ese recuerdo suyo, de él, ha surgido espontáneamente en varias ocasiones, de forma inadvertida, al pulsar un resorte insospechado. Siempre ha estado ahí. Él se disculpó por los graves errores cometidos, sobre todo por las ausencias y no presencias, por la dejadez de funciones. No hizo nada malo, nada descalificativo, sino que simplemente, no estuvo. Y como nada quedó en el casillero negativo, toma contacto cada vez que viene a España para intentar un vis a vis. Por supuesto amistoso y sin intenciones ocultas. Claro. Por eso ella pudo hacerse la inocente y argumentar que creía cierta la excusa que él adujo de visitar Salamanca con la familia para que se reuniera con él y ella estuvo a un día de plantarme e irse con él porque nuestra relación no pasaba su mejor momento. Y en lugar de darme otra oportunidad o de intentar corregirlo volvía corriendo a sus brazos. Además él tenía tantas cosas de las que ella estaba acostumbrada... Tenía dinero, gusto, clase, relaciones sociales, alto standing, todo eso que ella había mamado y que no es fácil encontrar. Además le permitía estar segura de que no iba tras ella por su dinero ni su apellido. Y ese hombre, cuyo nombre ignoro, no ha tenido la decencia de morirse. Al final, casi, o no tan casi, entre lágrimas conseguí que ella no acudiera. Pero ella no ella no ha borrado su número de teléfono ni su whatsapp y estoy convencido de que, por supuesto a escondidas y sin mencionármelo, de vez en cuando algunos mensajes cruzan el Atlántico en ambos sentidos. Y que él, cada vez que visita España, la avisa, la invita. Porque creo que ninguno puede olvidar al otro. Y contra eso es contra lo que yo no sé qué puedo hacer. Ella ha estado siempre acostumbrada a lo mejor y él se lo podría dar, además de todo lo demás. Yo, solo el agotamiento de quien lo da todo vendiendo tabaco en un estanco. Él, guapo, buen amante, clase, educación, dinero, exotismo, posición, influencia, don de gentes…realmente es difícil de olvidar.

 A estas alturas de nuestras respectivas películas y después de haber oído bastantes nombres y muchas historias, quiero creer que somos capaces, tanto ella como yo, de deducir por el tono los comentarios y no solo por lo que dices cuál es la importancia de una determinada persona en el pasado de esa otra. Eres capaz de oler, de adivinar o de intuir cuál fue ese peso específico que en el pasado tuvo y hasta qué punto ese pasado alarga sus tentáculos hasta el presente. Y ahí es donde creo que estamos.

Ciertos problemas actuales, achacados al cansancio o a las hormonas,  me hacen sentir que, desde luego, no soy el príncipe azul. Allá donde fue águila, ahora es topillo y las explicaciones… no sé. Y porque él no está aquí. Y porque por su puesto de trabajo y enormes bienes no parece viable que se traslade aquí,  si no creo que yo estaría trabajando todavía en alguno de mis antiguos desempeños. Pero en cualquier caso, sé que soy el premio de consolación, no el que ella hubiera querido poder escoger. Y eso es triste.

Yo mandé a mis barcos a luchar contra hombres, no contra los elementos…

jueves

Comprando en DIA

Una experiencia nueva. Divertida, interesante, curiosa. Hace unas semanas, comprando en el supermercado Dia de Cercedilla, me proponen participar en un casting. "Bueno...,vale"
Después de varias pruebas y selecciones, me escogen [ellos sabrán el porqué :) ] dos días de rodaje y este es el resultado:






Esa preciosa chica que sale en el carrito y que luego me acompaña en la salida es mi hija mayor. Y fue una sorpresa de verdad porque ¡no sabía que iba a estar allí ni salir en el sport!. ¡Fue fantástico! Es una sensación extraña esa de verse en la tele... jajajaja (No vale tirar tomates, aviso)

viernes

Es manipulación, por supuesto, pero me gusta

No me canso de repetir que la publicidad, cierto tipo de publicidad, me encanta.
Os dejo con un comercial venezolano de Ford. Que os guste..


lunes

¿Mili? No, gracias

Estaba intentando contar, en post pasados, algunas anécdotas de la mili intentando enfocarlas desde el lado más humorístico posible. El abuelo Cebolleta, ya sabéis. Pero hace unos días escuché por la radio las declaraciones de un altísimo gerifalte del actual estamento militar, que propugnaba la vuelta del servicio militar obligatorio. Y se me quitaron las ganas de todas las bromas. ¿La vuelta de la mili? Me puse a recordar, a recordar en serio, sobre todo aquello que habitualmente intentas olvidar. Y esto fue lo que para mí supuso la mili, y los aprendizajes que de ella saqué:

- Indignidad
- Miedo
- Guarrería e inmundicia
- Injusticia
- Casualidades
- Vergüenza
- Desconfianza
- …

Nada es, era, nuevo. Todo tenía su justificación y su explicación. Y debías fingir creértelo, pero… ¿de verdad? Os contaré algo de cada uno de los puntos.


  • Indignidad, pérdida de la dignidad, uno de los principales objetivos cuando entras en ese estamento, para que dejes de sentirte persona, de pensar por ti mismo (es el mayor temor que existe), de reflexionar y por tanto llegues a obedecer ciegamente cualquier cosa que te indiquen, que es el fin tras el que se esconde todo el resto. 
El trato: Acostumbrado como estamos a las películas USA sobre los campamentos de adiestramiento de Marines, con el tradicional sargento vociferante y faltón (“¡Recluta, ¿de dónde eres?! En XXXX sólo hay vacas y maricones y ¡¡a ti no te veo los cuernos!! etc., etc.). Sí, divertido. En el cine. Pero cuando eres una persona medianamente formada, medianamente culta, medianamente educada, que estás allí por obligación, a la fuerza, eso de que te hablen todo con tacos, y el resto sean insultos y palabras despectivas… bueno, digamos que chirría. Por supuesto el raparte el pelo, lo más corto posible y sin ningún estilo, vestirte con ropa que no es de tu talla y que te roza y te queda ridícula, las continuas amenazas, el grito como volumen normal de cualquier instrucción, el obedecer ciegamente cualquier estupidez… porque todo tiene de fondo el miedo, el castigo, la injusticia termina, poco a poco, con tu autoestima. El objetivo.

Las condiciones: Aunque contado como anécdota reconozco que no deja de tener su gracia, en su momento la realidad era, para mí, increíble, pensando que estaba viviendo un sueño retorcido. Sequía. Restricciones de agua. Exigencia de apariencia impoluta. Instalaciones insuficientes. ¿Resultado? Ciento cincuenta jóvenes en una habitación comunal. Veinte lavabos que se llenaban con agua al amanecer. Y a repartir. Para lavarte la cara, manos, dientes, afeitarte… Dividan. Si tenías suerte, tu agua solo había sido usada previamente por un par de compañeros. ¿Solución? ¡Búscate la vida! Que era la solución para todo. Y el mismo problema en las duchas. Los mismos 150 chavales. Diez minutos de agua. ¿Cómo aprovecharlos? Fácil Todos desnudos en fila. Pegados los unos a los otros de tal forma que no cupiera un brazo entremedias. Y, corriendo, pasar bajo la ducha, medio mojarte, enjabonarte mientras corres siempre pegados, adosados, unos a otros, y volver a pasar corriendo bajo la ducha. Para aclararte. Tiempo total de agua sobre ti: inferior a 20 segundos en total. Y eso, una vez cada veinte días pese a realizar varias horas de ejercicio al día, bajo un sol que subía la temperatura a más de treinta grados. Higiene total. Y pensad que para todos nosotros, existían tres retretes. Tres. Y que cuando se rompían (con el tremendo uso, era frecuente) podían tardar varios días en ser arreglados, incluso una semana, había que seguir usándolos, no había alternativa. ¿Os imagináis? Simplemente echad cuentas. Aquello, obviamente desbordaba la taza… ¿Asco? ¿Guarro? Yo tuve que usarlo, no imaginarlo, y no por voluntad propia…

Las sábanas: en doce meses, las pude cambiar cuatro veces ¡¡y porque era amigo del cabo correspondiente!! De lo contrario las hubiese cambiado dos veces ¡en un año! La habitación que compartía con mis compañeros (la “compañía” física) tenía balcones y las puertas de estos eran de cristales múltiples. Siempre faltaban varios en cada puerta y las madrugadas de invierno eras frías y húmedas. Muy frías. Para resguardarnos de ese frío teníamos las sábanas forradas de mierda y una fina manta. “No había más”, no podías pedir más, mejor dicho, porque en el almacén se agolpaban cientos de mantas (ya usadas) sin repartir. ¿Por qué? No lo sé.

Los parásitos: La compañía estaba llena de chinches. No los había conocido antes. Pero era una verdadera infestasión. Los somieres metálicos, que quemábamos con los sopletes de los fontaneros, los colchones de gomaespuma que pulverizábamos con insecticida, las mantas y colchas que jamás se lavaron (¿cuántas generaciones llevarían así?) rezumaban chinches. Una vez hubo que levantar un cable eléctrico que, por el exterior, y grapado a la pared, recorría todo un lateral. Debajo, existía otro cable, idéntico, formados por chinches. Si os preguntáis cómo son, os diré que son del tamaño de una lenteja, rojo oscuro, no vuelan, dicen que no transmiten enfermedades, y su picadura dibuja líneas rectas en la piel, con un abón a continuación del otro. Y pican, pican mucho. De los piojos ni hablaré, porque ya estamos todos curados de espanto con lo que nuestros hijos traen del colegio…

Las bromas: También estamos acostumbrados a verlas, oírlas… Pero sufrirlas es cruel. Divertido, quizás, para los que miran, pero. Yo tuve suerte. Solo me tocó hacer, en el interior de la compañía, delante de todos los soldados que te precedían en antigüedad, un amago de desfile yendo desnudos y “jurar la polla del abuelo” (abuelos=el reemplazo más veterano de ese momento) que consistía en lamer con fruición un perfecto y enorme pene labrado en madera sobre el que se vertía leche condensada. Si quedaban satisfechos de tu interpretación, unas cuantas collejas y habías terminado. Sólo te (me) quedaban, unas cuantas madrugadas de amanecer “pintado”; esto era que al tocar diana y levantarte, te encontrabas que habían vertido sobre tu cara y almohada, mientras dormías, colorante alimentario, polvos de añil, o similar, con lo que debías levantarte, orinar, vestirte, hacer la cama y salir a formar a la calle en un máximo de 10 minutos. Si llegabas tarde, arrestado. Si llegabas sin vestir bien, arrestado (menos mal que para esas formaciones, lo único reglamentario, obligatorio, eran la gorra y las botas) Pero no podías ir pintado. Y aquello no salía con agua y jabón si no era con el esfuerzo de muchos, muchos minutos de frotar… Búscate la vida…

(continuará)

viernes

Compartir recuerdos


Hace unos días mi hija mayor vino a pasar el finde con un par de sus amigas a casa. Teóricamente iban a estudiar y  a hacer un trabajo pero no estoy completamente seguro de que lo consiguieran. Eso sí, si las risas son indicativo de que se lo están pasando bien, realmente se divirtieron a modo.
Yo procuré dejarles todo el espacio posible. No quería ser un padre coñazo interviniendo es sus conversaciones, enterándome de “sus cosas”, imponiéndoles mi presencia. Compartí con ellas, además de los ecos de las risas, las comidas. Y los paseos para poner más fuerte la estufa y alimentar con troncos la chimenea, pero eso no cuenta, eran apariciones fugaces.

A una de las amigas de mi hija la conocía ya de otras visitas. A la segunda, también la conocía pero no la había visto desde que era una criaja de 4 años. Es hija de unos amigos, de esos que se quedaron en los roces con las esquinas de mi primer divorcio y desapareció de mi entorno totalmente. Creo que yo estaba expectante ante su visita, quizá tratando de adivinar, entre sus palabras, algún destilado de… cualquier cosa que le hubieran podido contar sobre mí, el divorcio, sus causas, el pasado, etc. Pero no. O bien no le habían transmitido nada, o ella no le había dado importancia o el contacto con mi hija, y sus comentarios normales sobre el día a día se tradujo en una normalidad absoluta. Mejor.

En una de las comidas, rememorando viejos, muy viejos, tiempos le relataba una historia sobre su abuelo fallecido hace años (su madre, además de amiga antaño, fue mi vecina durante toda nuestra infancia y adolescencia por lo que yo también había conocido a los abuelos maternos de la jovencita). Evité cualquier comentario sobre sus padres para evitar que derivase la conversación hacia terrenos que podrían ser incómodos para alguno, pero  tenía una anécdota que guardaba yo con mucho cariño del padre de su madre, y ahí no podía haber controversia. Se la conté y después de unas sonrisas y comentarios sobre el hecho relatado, exclamó una frase que me hizo pensar: “Jo, siempre le estoy pidiendo a mi madre que me cuente cosas de mis abuelos, pero nunca me cuenta nada…”

Mi padre también falleció. Hace… ¡casi 36 años ya! Y no estoy seguro, para nada, de hablarles de él a mis hijos. No sé si he podido o sabido transmitirles mis recuerdos e impresiones sobre él a sus nietos. Sé que, evidentemente, les he hecho algún comentario, alguna anécdota, pero casi siempre aquellas en las que el protagonista era yo y él salía como actor de reparto. Y creo que eso no es justo para ninguno de ellos. Ni para los presentes ni para el ausente. Me he preocupado de que mis hijos dispusieran de un árbol genealógico, de un montón de fotos viejas escaneadas, pero no sé si les he dado a mi padre. Y pienso que, cuando lo dudo, es porque la respuesta es negativa. Es una pena. Debo intentar cambiar eso, pero y a ellos ¿les interesará? Veremos. 

lunes

Finde tecnológico

Cuando ayer eran las tres, hoy son las dos. Sí, claro, porque acabamos de finalizar un fin de semana de desafíos tecnológicos en el que hemos tenido que resintonizar los canales de la TDT y cambiar la hora de los relojes; y este cambio de la hora inicialmente me gusta, pues te deja dormir una hora más, magnífica idea para regodeo previo, pero que no se materializa pues ya te acuestas descontando la susodicha hora. Al final duermes menos… y encima comienza a anochecer mucho antes. Pues eso, inicialmente me gusta, pero al final no me agrada nada.

Y el adjetivo” tecnológico” que le puesto al título, es porque nos obliga, de refilón, a tocar la tecnología, porque, realmente, ya no hay que hacer nada: los smartphones y ordenadores, por defecto, lo hacen todo ellos y se actualizan solos. Y resintonizar la Tv es darle a un botón de “sintonización automática” y ya. Bueno, si eres muy hábil y caprichoso, puedes asignar los programas de tu Tv a los canales sintonizados para que en el p1 te coincida La 1, en el 3, Antena 3, en el 4, Cuatro y así sucesiva y originalmente.

Sin embargo ya se ha perdido la emoción del domingo. ¿Quién llegará pronto a las cañas del aperitivo? ¿Quién se pegará el madrugón indebido? ¿Quién se enfadará por el plantón cuando él realmente ha llegado una hora antes? Aunque es más divertido en el cambio de marzo, (la gente llegaba tarde, se dormía, etc.)

Todo esto se ha perdido porque la tecnología está diseñada para hacernos la vida más fácil. Teóricamente. Sí, teóricamente, porque lo que de verdad está consiguiendo es hacernos más tontos. ¿Quién recuerda un par de números de teléfono? Vamos, en mi caso, me quedaría aislado hasta de mi familia más cercana porque solo me acuerdo del viejo teléfono fijo de casa de mi madre…y porque lo di muchas veces cuando era joven intentando que alguna me llamara…pero dejemos el tema. El caso es que la agenda, el teléfono, los cumpleaños, todo eso ya no supone ningún mérito, ni ningún esfuerzo, porque lo hacen por nosotros. Como tantas otras cosas, como estas actualizaciones. Y sí, es posible que en algo nos ayuden, pero que nuestro coco se vuelve más vago, más lento algo más tonto…seguro.

¿Qué no? A ver, ¿a cuantos de vosotros os pondría en un apuro grave el perder el Smartphone con el móvil de vuestra novia/amiga/incluso esposa? ¿Cuántos podríais en un apuro, llamar a alguien por teléfono si os hubiesen quitado el vuestro? Decid la verdad…y no os pongáis nerviosos, hombre, haced una copia de seguridad en vuestro PC o en la nube… y lo podréis recuperar todo. Bueno, realmente del enfado de ellas no estoy muy seguro

martes

Las batallitas del abuelo (II). La ropa

Cuando entré por primera vez en el CIR del Obejo, pasé por el cuerpo de guardia, entre dos garitas, y bajo un arco que reza una conocida leyenda “Todo por la Patria”. No te extraña. La has leído, la has visto, miles de veces. Sin embargo, con el paso de los días, te das cuenta de que no, de que se han equivocado. La traducción no es esa, porque seguro que el original rezaba, literalmente, “Lasciate ogne speranza, voi ch'intrate”.

En fin, que las primeras cuitas llegaron a través de la ropa. Con la ropa "de faena" no tuve complicaciones, pero los problemas estuvieron en la ropa de “bonito”, nombre habitual de la ropa de paseo, la que se usa para ir por la calle o de permiso a casa. Problemas con las tallas, problemas con los números… hubo prendas por las que tuve que esperar, incluso algunos días, para que me las consiguieran. Por ejemplo, la gorra, o las botas. De todo utilizaba la talla mas grande de las que el ejército tenía disponibles. Y no tenían a mano muchas cosas. Pero eso, al cabo de los días, llegaba desde alguna parte y te lo daban. Con los gayumbos tampoco había problema. Blancos, de algodón, enormes, pero enooormeees, de un diseño que solo se lo había visto a mi padre. Y que yo jamás utilicé. 

Me facilitaron las prendas en la mayor que hacían… y no me valía. Pero ni de casualidad. Ni reteniendo el aire y metiendo la tripa. Nada.  En la guerrera (chaqueta) los botones ni se acercaban, el cinturón no se conseguía juntar, los pantalones no subían de medio muslo… Parecía la ropa de mi hermano pequeño. Pero lo peor es que me advirtieron que no me podría ir de fin de semana, ni de permiso, ni siquiera jurar bandera, hasta que lograra vestirme con esa ropa. ¿Y cómo hacerlo? Aaaahhh… He de aclarar que allí el tiempo se dividía en "fines de semana" y el "tiempo chungo de espera del fin de semana". La supervivencia consistía en aguantar, como fuera, hasta al viernes siguiente. Tenía que hacer algo, no podía quedarme allí sin volver a casa, palmaría seguro… ¡Disponía de 15 días hasta el primer fin de semana para conseguir que “eso” me valiera…!
Chan, chan, chan chan chan (léase con la música de "Misssion: Impossible").

Pero no hubo problema. El ejército piensa en todo. Horas y horas de instrucción, y montes y más montes de orden abierto (eso de reptar, correr y cuerpo a tierra, levantarte, más correr, todo campo a través) y más instrucción, día a día, todos los días, bajo un sol impresionante que te secaba hasta el sudor, dio, en parte, sus frutos. Llevaba buen camino. Debía perder kilos como tonto. Pero además…, el ejército volvió a ayudarme. Con el ejercicio podía quemar grasa como un loco, pero claro, si lo recuperaba comiendo no había nada que hacer, así que no me lo permitieron. Al corresponder mi apellido a las primeras letras del abecedario, me tocó el servicio de cocina casi recién llegado. Y además de cumplir con el tópico de pelar toneladas de patatas (con máquina, ¿eh? ¿qué os habíais creído?) pude comprobar cómo se preparaban los alimentos, las medidas de higiene aplicadas, el sistema de cocinado sguido… todo. Y la consecuencia fue que no pude comer en bastantes días. Me negué. Con solo pensar en comida, los recuerdos se avivaban y tenía que salir corriendo hacia las letrinas. Pasados esos días nefastos, me alimenté únicamente, y durante una larga temporada, con los productos, industriales y envasados, que podía comprar en la cantina con el escaso dinero del que disponía. 

El resultado de estas acciones combinadas fue increíble. Pasados los quince días y con un poquito de costura para trasladar los botones de la guerrera un poquito más hacia el borde la guerrera, pude irme a casa de fin de semana hecho un soldado. Debí de perder alrededor de 15 kilos en esos 15 días. ¿Increíble, no?

Lo de los botones, las costuras y demás fue muy curioso. Pero eso, es otra batalla. 

lunes

Las batallitas del abuelo. Introducción

Esta vez, me convierto en el abuelo. En cualquier abuelo. Porque quiero dejar aquí aquellas vivencias, ya lejanas en el tiempo, que me marcaron con intensidad. No le interesan a nadie, lo sé, parecen sacadas de un viejo libro cutre, lo sé, y son ajenas a la mayoría de la gente, lo sé. Pero forman algo muy importante de mi pasado. Sí, son las batallitas, mis batallitas. O las historias de la puta mili, como también las llaman.

Me tocó hacer el servicio militar obligatorio. La mili. A pesar del baby boom de mi generación, a pesar de comenzar, tímidamente, la objeción de conciencia, a pesar de los excedentes de cupo, de ser hijo de viuda, de... todo. Me tocó. Y me correspondió la gloriosa infantería del ejército de tierra. Debido a algunas prórrogas por estudios me incorporé el 7 de octubre de 1981, junto a un reemplazo posterior en el que la mayoría de chavales eran tres, cuatro o incluso cinco años más jóvenes que yo. Contaba el que suscribe ya 21 "tacos" y una licenciatura en económicas que finalicé estando ya vestido de verde (me comunicaron por teléfono que había aprobado la última asignatura que me faltaba para terminar la carrera) y era mayor de edad desde hacía poco más de dos por mor de la nueva Constitución. Sí, original que es uno, accedí a la mayoría de edad con 19 años y seis meses justos.

Intentemos, por un momento, centrarnos en la fecha, en la época: octubre del 81. Gobernaba, ininterrumpidamente desde 1976, en ese periodo recién iniciado de democracia, Adolfo Suárez.
La crisis económica era muy importante, a pesar de los Pactos de la Moncloa, pero parecía vislumbrarse algo de luz, aunque en un muy lejano horizonte. La tasa de inflación a finales del año anterior había sido del 15% y llevábamos camino de repetir. El paro ascendía al 14% con casi dos millones de parados con una población empleada cercana a los 12 millones de personas. La tasa de paro juvenil superaba el 30%. Y ocho meses antes, el 23 de febrero, el Teniente Coronel Tejero había tomado al asalto el Congreso de los Diputados en una intentona golpista que se denominó, popularmente, el 23F. A Felipe González le faltaba un año para ganar sus primeras elecciones, no había divorcio, la OTAN, de entrada, no, la adhesión a la CEE (así se llamaba entonces) aún estaba en formato petición... No, esto no es "Cuéntame como pasó" aunque se le pueda parecer. Son el escenario, real, de mis recuerdos, de mis vivencias.

Desde crio me había aterrorizado lo ir a la "mili". Quizá por la imagen severa y omipotente de los militares en esa época. Pero en gran medida también, porque yo era un simplemente un  cagueta, dicho llanamente. Además, lo reforzaba todo lo que se oía, te contaban o, en el caso de mi madre, te amenazaba: "¡¡Ya verás/aprenderás/harás/comerás/etc. cuando vayas a la mili y te hagas un hombre!!" Ya inevitable el ser reclutado, me intenté preparar a conciencia. Procuré adelgazar, aprendí mecanografía en aquellas máquinas de pulsación manual en las que te dejabas los dedos, hablé con todos los veteranos que pude para conocer "la verdad", recabé toda la información que pude, en fin, todo lo que se me ocurrió. Y así, el 7 de octubre me presenté, como me habían indicado, en la estación de Atocha para salir rumbo a Córdoba, al CIR (Campamento de Instrucción de Reclutas) nº 4, llamado "Obejo", por estar cercano el pueblo y el monte de El Obejo (Córdoba). Y no, no hay falta de ortografía. Se llamaba así. Obejo y su pedanía Cerro Muriano (dónde encontraba el CIR nº5 , en el que juré bandera) se encuentran en Sierra Morena, a 16 km. de Córdoba, en la comarca de Los Pedroches. En aquella época de sequía aguda, un verdadero secarral. Pero eso es comenzar ya con las batallitas...

miércoles

“Va por ti” Relato

Dime.

Sí, tú, contéstame…

¿Será posible que, al fin, mis esbozos, mis dubitativos trazos realizados en el aire sin pincel ni papel, hayan cobrado forma, voz, cuerpo?

Desde siempre supe que existías, que tenías que existir. Que en algún sitio, en algún día de mi futuro, me estarías esperando con esa sonrisa contagiosa, simpática, cálida, amable, con esos ojos socarrones, brillantes y profundos.

Conocía tu aroma, aunque no supiera la marca de tu perfume. Saboreaba el dulzor de tu boca, la frescura de tus labios sin saber dónde encontrar ese manjar. Ya te deseaba, desde siempre, y ocupabas el papel protagonista de mis más ocultas fantasías. Te conocía aunque no pudiera describirte. Me conocía tu piel, suave, fina, y cada uno de tus poros sin haberte tocado jamás. Había participado en nuestras conversaciones, en nuestras risas comunes, en nuestras cómplices confidencias, sabía de tu vida ignorándolo todo.

Pero ahí estarías, esperándome. Ineludible, inevitable. Yo quemaba las semanas  y los años buscándote inútilmente entre las grises multitudes que me rodeaban, esperando ese destello de color luminoso que te delataría. Tenía la inquietud de no saber verte, de no reconocerte a pesar del convencimiento de la inexorabilidad, de la confluencia forzosa de nuestros caminos, determinada eones atrás por fuerzas inmensas y divinas.

¿Eres tú, al fin?

¿Ya ha llegado nuestro momento?

Dime, contéstame. Cuéntame si eres aquella a quien busco desde antes de nacer, ese ser maravilloso, etéreo hasta ahora, que me está predestinado y con el que nos complementaremos y completaremos de una manera perfecta.

Dime, contéstame. ¿Eres la mujer a quien, al fin, podré hacer feliz? ¿Aquella a la que podré adorar, admirar, amar, mimar? ¿Eres tú quien corresponderá a esos gritos de demanda hasta ahora sin eco?
Dime ¿eres tú?

Publicado originalmente en El Blogguercedario por Aspective el 1/2/12

Una buena lección

Este mes, de calor y vacaciones, mi hijo, diez años ya, ha aprendido lo que espero sea una de las lecciones más realistas y valiosas que puede recibir.

Allá por mayo, con mi renuencia, pero el apoyo encendido de su madre, cumplió con la tradición e hizo su primera comunión. Día paradigmático de recibir regalos, le ofrecieron, esperando evidentemente otra respuesta, la posibilidad de realizar un viaje. Supuestamente el destino debía ser Disneyland París, como sucedía con la mayor parte de sus compañeros de clase, pero el peque se descolgó, dejando a todos con la boca abierta, con que quería ir a Italía "que era la ilusión de su vida". No me preguntéis. Yo solo soy su padre. Ni idea de dónde puede haberse sacado ese anhelo, aunque si escarbáramos, llegaríamos, estoy seguro, a encontrar una relación de cualquier tipo con el fútbol. Faltaría más...

Pues el deseo se cumplió y a mediados de agosto, madre e hijo hicieron las maletas y en un vuelo se plantaron en Roma. La Roma del Coliseum y los gladiadores, la del Vaticano y sus museos, la de la Fontana de Trevi, y por supuesto, la pizza.
Todo iba bien, todo le interesaba, incluyendo las explicaciones de los guías, que se bebía con ansia protestando si no le dejaban escuchar, todo le gustaba.

Pero el segundo día surgió un problema que detectaron tarde. Las tarjetas bancarias, de crédito y débito, se habían desmagnetizado, siendo inútiles e impidiéndoles el uso de los cajeros y por tanto sin poder acceder al dinero. Y cuando se dieron cuenta fue porque habían agotado el efectivo.

La solución fue pedir a la familia una transferencia urgente por DineroGram o DineroRápido o lo que sea, una de esas empresas en la que ingresas el dinero en Madrid y en cuestión de minutos lo puedes retirar allí donde estés. Perfecto. El siguiente problema era el tiempo y el transporte. Debían llegar a la sucursal de la oficina correspondiente antes de la hora de cierre, lógico, pero esta estaba muy lejos de su hotel. No tenían dinero para taxi, ni para el metro siquiera, pues disponían, por todo capital, de 50 cts.. El tiempo apremiaba así que decidieron pedir prestado el importe de dos billetes de metro a un grupo de compatriotas, españoles, que estaban en su mismo hotel. Les contaron sus vicisitudes y la magnánima respuesta que obtuvieron es la que damos todos nosotros a los "sin techo" que nos piden por la calle: "Es que no tengo suelto...". Perfecto. En un país extranjero, en una ciudad cosmopolita, una madre y un niño de diez años piden a unos compatriotas el importe de ¡¡dos billetes de metro!! y... Bueno, que así nos va. En el hotel, los de recepción que habían oído toda la historia se hicieron los locos. Así que, sin otra opción, se dispusieron para atravesar la ciudad a paso ligero, intentado llegar a tiempo.


Sin embargo... un senegalés, que trabajaba de botones en el hotel, se acercó y sacando de su bolsillo de propinas tres euros, se los ofreció. Sin haberle pedirle nada.
- "¿Y esto?"
-"¿No teníais que coger el metro ahora?"
¡Y además, con una sonrisa!

Agradecidos, tomaron el dinero, cogieron el metro, llegaron a tiempo y volvieron al hotel donde, por supuesto, lo primero fue buscar al benefactor, y devolverle su dinero junto a una generosa propia que, incluso así, les sabía a poco. Porque nos era dinero, lo importante fue que les había sacado del apuro.

Visto que habían regresado ya con efectivo, en recepción se deshicieron en disculpas, porque no habían entendido bien y que "podían haber cogido un taxi que ellos lo hubieran pagado y cargado a la habitación". A buenas horas mangas verdes.

Mi hijo, aleccionado por su madre, aprendió que no fue el compatriota, ni el del hotel con todos sus recursos. Fue el inmigrante, el más humilde de los que allí estaban, el que era de otra raza y color quien, sin habérselo pedido siquiera, les ofreció lo que necesitaban, el que generosamente y con una sonrisa  les ayudó. Tal vez era el más sabía de apuros, de solidaridad y de ayuda...

Espero que mi hijo recuerde siempre esto, el día en que alguien "diferente", quizás con el que menos empatía podía tener de principio, fue la persona que dio un paso al frente y se solidarizó con ellos, ayudándoles. Que no importó el país, ni la raza, ni el estatus social. Que lo importante fue el hombre, el individuo.

Ojalá yo también lo recuerde siempre.