Porque nunca me había manejado bien en esas situaciones. Me consideraba un “torpe social”. Conseguir decir los tópicos adecuados en embarazos, bodas, entierros, bautizos, cumpleaños y demás situaciones, se me hacía muy cuesta arriba. En mi mente las planteaba bien, claramente, pero la lengua luego se me tornaba torpe y terminaba balbuceando bajito y atropelladamente, la mitad de lo que había planeado.
Una mujer desconocida, vestida de negro de la cabeza a los pies, me abrió la puerta y me cedió el paso. Me interné, a través de un largo pasillo, hacia la habitación que se abría al fondo y de la que surgía un murmullo monótono, femenino, escalofriante. Me quedé plantado en la puerta recogiendo, absorbiendo lentamente la escena. Un corro de mujeres, ataviadas de similar manera a la que me había abierto la puerta, sentadas en sillas, musitaban lo que supuso era una oración, que se veía interrumpida con frecuencia por sollozos, hipidos y ayes desgarradores. En el centro, y entre cuatro grandes velones que llenaban el aire de olor a cera, se encontraba el féretro, abierto, en cuyo interior reposaba el cuerpo de un varón como de unos ochenta años. Ataviado con traje negro -¿sería el de su boda?- camisa blanca, y corbata negra, conservando aún una buena mata de pelo todo blanco, y con una expresión adusta que desdecía el cliché de la placidez de la muerte, le habían colocado alrededor de la cabeza, como si le pudiesen doler aún las muelas, un pañuelo blanco para sujetarle la mandíbula. Miguel.
Rápidamente eché un vistazo buscándola y allí, semiescondida entre las plañideras, la localicé. Maruja. Pequeña, frágil, más anciana que nunca, con un pañuelo oscuro en la cabeza, era la única que no lloraba, que no rezaba. Simplemente miraba, con inmensa pena a Miguel. A su marido durante tantos años…
Recordé la primera vez que les vi. Hace muchos, muchísimos años. Iba yo con mis padres de visita, de esas visitas que antes se hacían los domingos, a casa de unos familiares lejanos. Nunca conseguí ubicarme en el parentesco que supuestamente nos unía (¿he dicho ya que soy un torpe social?). A pesar de tener una edad similar a las de mis progenitores, él, ella, eran algo así como tíos segundos de mi padre. Por aquello de las familias extensas que hace tiempo existían, él era el hermano pequeño, mi abuela la hija mayor de dos primas o no se qué. Noté alegría en mi padre al saludar a Miguel, al que para facilitarme las cosas, me dijeron que llamara simplemente tío. Mi tío Miguel. Me presentaron a Maruja, su mujer. Nunca supe cuál era realmente el nombre de Maruja. Simplemente era Maruja para todos.
Yo estaba convencido de que mis padres se querían. De hecho, en aquella época estaba convencido de que todos los matrimonios se querían, pues estaban casados ¿no? Que sencillo y claro es el mundo cuando eres pequeño… Sin embargo en esta pareja noté algo especial, algo distinto que por supuesto no supe definir. Estaban permanentemente pendientes el uno del otro. Sonreían mucho. Se sonreían mucho el uno al otro. Miguel, alto, fuerte, poderoso, con voz de trueno, le gastaba bromas continuamente a Maruja, riendo con ganas, con unas carcajadas que luego, años más tarde, cuando Papá Noel desembarcó en España, le copió. Ella, Maruja, pelirroja en una época en que ese color era desconocido, le protestaba las bromas riendo aún con más ganas. Era fácil sorprender una mirada brillante, cómplice, entre ellos.
Me sorprendió mucho que él se levantara para poner la mesa con ella para la merienda que íbamos a tomar. Le hablaba de una forma especial, no supe cómo explicar, pero era distinto de lo que yo veía en todas las casas. Muy dulce.
Él, Miguel, a pesar de tener, como he dicho, la edad de mi padre, era un estupendo compañero de juegos. Era la primera vez que encontraba a un adulto, esa rara especie incomprensible, que de verdad sabía jugar. Y lo pasé en grande. Además, tenía un palomar y me enseñó cosas muy interesantes y ¡pude coger una! Maruja nos había preparado una merienda riquísima. Y me daba conversación haciéndome participar, y sabía preguntarme, además de “¿Qué tal en el cole?”, cosas que me permitían explayarme, algo desacostumbrado en mi.
A lo largo de los años todas las veces que les vi saqué la misma conclusión. Eran un matrimonio feliz, les gustaban los niños, se encontraban muy a gusto el uno con el otro. Lo único que me extrañaba era que no tenían hijos en una época en que la cifra normal eran, al menos, tres.
Un día le pregunté a mi padre, el cual, quizá considerándome ya mayor para entender algunas cosas me explicó:
- Miguel y Maruja son primos. Primos carnales. Y para poder casarse han tenido que pedir un permiso especial al mismísimo Papa, que le autorizó a contraer matrimonio con la condición de no tener hijos, porque como son primos y tienen la misma sangre, pueden nacer tontos.
En su día aquella explicación me dejó bloqueado, ya que no dejaba de estudiar en el colegio, en Religión, que el objetivo primordial del matrimonio era criar hijos para el reino de los cielos.
Los años fueron pasando, todos fuimos envejeciendo, pero nunca se apagó el brillo de la mirada que se regalaban el uno al otro. Siempre haciendo las cosas juntos, con una naturalidad que hoy en día todavía perseguimos. Pasaron épocas malas pues el dinero no abundaba y la enfermedad se cebó en ellos. Miguel había trabajado en una cantera y el polvo de mármol, el maldito polvo, se había infiltrado poco a poco en sus pulmones. Pero también eso pudieron superar juntos y sin perder la sonrisa.
Hoy, me parece una putada inmensa haber tenido que vivir en esa época. Haber vivido bajo el yugo de una religión que te imponía, por la fuerza, sus convicciones. Con un régimen político que te obligaba a comulgar con esa iglesia. Con una sociedad acomodaticia y miedosa que obedecía sin revelarse. Me da pena por unos niños que nunca nacieron y que hubiesen tenido unos padres maravillosos.
Miré de nuevo a Maruja. La única que vez que había comentado el tema con ella, me había reconocido que su vida había sido feliz, muy feliz, con Miguel y que la única pena que tenía en su vida era no haber tenido hijos. Solamente esa vez vi lágrimas en sus ojos.
Allí estaba. Despidiéndose de Miguel. Mirándole como siempre. Sintiéndose sola por primera vez en su vida. Me acerqué hacia ella para intentar abrazarla y musitar alguna condolencia mientras en mi fuero interno albergaba la sensación de que ella no iba a tardar en seguirle. Creo que Maruja no iba a saber, no iba a querer vivir sin él.
Una mujer desconocida, vestida de negro de la cabeza a los pies, me abrió la puerta y me cedió el paso. Me interné, a través de un largo pasillo, hacia la habitación que se abría al fondo y de la que surgía un murmullo monótono, femenino, escalofriante. Me quedé plantado en la puerta recogiendo, absorbiendo lentamente la escena. Un corro de mujeres, ataviadas de similar manera a la que me había abierto la puerta, sentadas en sillas, musitaban lo que supuso era una oración, que se veía interrumpida con frecuencia por sollozos, hipidos y ayes desgarradores. En el centro, y entre cuatro grandes velones que llenaban el aire de olor a cera, se encontraba el féretro, abierto, en cuyo interior reposaba el cuerpo de un varón como de unos ochenta años. Ataviado con traje negro -¿sería el de su boda?- camisa blanca, y corbata negra, conservando aún una buena mata de pelo todo blanco, y con una expresión adusta que desdecía el cliché de la placidez de la muerte, le habían colocado alrededor de la cabeza, como si le pudiesen doler aún las muelas, un pañuelo blanco para sujetarle la mandíbula. Miguel.
Rápidamente eché un vistazo buscándola y allí, semiescondida entre las plañideras, la localicé. Maruja. Pequeña, frágil, más anciana que nunca, con un pañuelo oscuro en la cabeza, era la única que no lloraba, que no rezaba. Simplemente miraba, con inmensa pena a Miguel. A su marido durante tantos años…
Recordé la primera vez que les vi. Hace muchos, muchísimos años. Iba yo con mis padres de visita, de esas visitas que antes se hacían los domingos, a casa de unos familiares lejanos. Nunca conseguí ubicarme en el parentesco que supuestamente nos unía (¿he dicho ya que soy un torpe social?). A pesar de tener una edad similar a las de mis progenitores, él, ella, eran algo así como tíos segundos de mi padre. Por aquello de las familias extensas que hace tiempo existían, él era el hermano pequeño, mi abuela la hija mayor de dos primas o no se qué. Noté alegría en mi padre al saludar a Miguel, al que para facilitarme las cosas, me dijeron que llamara simplemente tío. Mi tío Miguel. Me presentaron a Maruja, su mujer. Nunca supe cuál era realmente el nombre de Maruja. Simplemente era Maruja para todos.
Yo estaba convencido de que mis padres se querían. De hecho, en aquella época estaba convencido de que todos los matrimonios se querían, pues estaban casados ¿no? Que sencillo y claro es el mundo cuando eres pequeño… Sin embargo en esta pareja noté algo especial, algo distinto que por supuesto no supe definir. Estaban permanentemente pendientes el uno del otro. Sonreían mucho. Se sonreían mucho el uno al otro. Miguel, alto, fuerte, poderoso, con voz de trueno, le gastaba bromas continuamente a Maruja, riendo con ganas, con unas carcajadas que luego, años más tarde, cuando Papá Noel desembarcó en España, le copió. Ella, Maruja, pelirroja en una época en que ese color era desconocido, le protestaba las bromas riendo aún con más ganas. Era fácil sorprender una mirada brillante, cómplice, entre ellos.
Me sorprendió mucho que él se levantara para poner la mesa con ella para la merienda que íbamos a tomar. Le hablaba de una forma especial, no supe cómo explicar, pero era distinto de lo que yo veía en todas las casas. Muy dulce.
Él, Miguel, a pesar de tener, como he dicho, la edad de mi padre, era un estupendo compañero de juegos. Era la primera vez que encontraba a un adulto, esa rara especie incomprensible, que de verdad sabía jugar. Y lo pasé en grande. Además, tenía un palomar y me enseñó cosas muy interesantes y ¡pude coger una! Maruja nos había preparado una merienda riquísima. Y me daba conversación haciéndome participar, y sabía preguntarme, además de “¿Qué tal en el cole?”, cosas que me permitían explayarme, algo desacostumbrado en mi.
A lo largo de los años todas las veces que les vi saqué la misma conclusión. Eran un matrimonio feliz, les gustaban los niños, se encontraban muy a gusto el uno con el otro. Lo único que me extrañaba era que no tenían hijos en una época en que la cifra normal eran, al menos, tres.
Un día le pregunté a mi padre, el cual, quizá considerándome ya mayor para entender algunas cosas me explicó:
- Miguel y Maruja son primos. Primos carnales. Y para poder casarse han tenido que pedir un permiso especial al mismísimo Papa, que le autorizó a contraer matrimonio con la condición de no tener hijos, porque como son primos y tienen la misma sangre, pueden nacer tontos.
En su día aquella explicación me dejó bloqueado, ya que no dejaba de estudiar en el colegio, en Religión, que el objetivo primordial del matrimonio era criar hijos para el reino de los cielos.
Los años fueron pasando, todos fuimos envejeciendo, pero nunca se apagó el brillo de la mirada que se regalaban el uno al otro. Siempre haciendo las cosas juntos, con una naturalidad que hoy en día todavía perseguimos. Pasaron épocas malas pues el dinero no abundaba y la enfermedad se cebó en ellos. Miguel había trabajado en una cantera y el polvo de mármol, el maldito polvo, se había infiltrado poco a poco en sus pulmones. Pero también eso pudieron superar juntos y sin perder la sonrisa.
Hoy, me parece una putada inmensa haber tenido que vivir en esa época. Haber vivido bajo el yugo de una religión que te imponía, por la fuerza, sus convicciones. Con un régimen político que te obligaba a comulgar con esa iglesia. Con una sociedad acomodaticia y miedosa que obedecía sin revelarse. Me da pena por unos niños que nunca nacieron y que hubiesen tenido unos padres maravillosos.
Miré de nuevo a Maruja. La única que vez que había comentado el tema con ella, me había reconocido que su vida había sido feliz, muy feliz, con Miguel y que la única pena que tenía en su vida era no haber tenido hijos. Solamente esa vez vi lágrimas en sus ojos.
Allí estaba. Despidiéndose de Miguel. Mirándole como siempre. Sintiéndose sola por primera vez en su vida. Me acerqué hacia ella para intentar abrazarla y musitar alguna condolencia mientras en mi fuero interno albergaba la sensación de que ella no iba a tardar en seguirle. Creo que Maruja no iba a saber, no iba a querer vivir sin él.
11 comentarios:
Aspective:
De verdad te digo ¡excepcional relato!
Haconseguido hacerme recordar algunas cosas que pienso yo, de vez en cuando.
Te abro mi corazón: por ejemplo ¿qué sería de mi si me falta mi compañera-esposa? Croe que yo soy de los que "no duraría dos días y me iría detras de ella". Le he hehco prometer solemenemente a mi mujer que, en ningún caso se morírá ella antes que yo.
En fin. Relato triste pero evocador.
Un fuerte abrazo,
Esteban
jooooooooo, escribes fenomenal!!!
A parte de que el relato sea enternecedor, es el modo de contarlo,como detallas sin agobiar con detalles (que ya es raro eso).
De verdad chico, lo haces muy bien.
boquiabierta me has dejado.
Esteban:
El relato es triste porque abarca toda una vida y acaba con un final. Pero su vida no creo que fuera triste a pesar de estar marcada por el estigma de ser primos.
Y te entiendo perfectamente. Si se pudieran cumplir todas las promesas...
conxa:
Muchas gracias (no me pongas rojo, que vieniendo de una lectora empedernida como tú, esto es un enorme halago !!)
me fascino el relato y dejame decirte que me hiso recordar unas imagenes del pasado que al leer es como si lo estuviese viendo y si en mis recuerdos no tardo en seguirlo dilato unicamente 2 años en reunirse con el saludos y gracias por tu visita un beso despefriend
es genial me ha encantado, fabuloso!! (yo comenté ya, pues no se) me ha dado un poco de plorera (llorera)
besos
A mí también me ha encantado.
Un abrazo enorme.
Rampy
Querido Aspective, has hecho muy bien conservando un relato tan redondo, tan entrañable y tan bien escrito.
Tiene alma, ternura, cariño, respeto y mucho pero que mucho amor, sin sensiblería ni sentimentalismo rosa.
Es una historia de los pies a la cabeza y sobre todo tan bien estructurada que es para guardar.
Claro que yo que tú, salvaría alguna más. Porque esta gente no lo sabrá y merece conocer alguna más.
Besitos corazón
P.D. El Bloggercedario es una experiencia que mucha gente debería practicar, pone a prueba nuestra capacidad para atraer la atención de los lectores, y tú lo consigues de sobra (prohibido responderme con los mismos elogios, ahhhhhhhhh se sienteeeeeeee) ;-)
Hola Aspective :) Me encanto tu texto, y te cuento qe yo tambien me inscribi en Bloggercedario, soy la letra E :) Espero hacerlo bien.
Besos!
Cada una de las líneas,cada párrafo de este relato,emociona profundamente.Has recreado de modo magistral la visión recortada en altura, inocente de un niño y la enorme comprensión de un adulto con la mirada retrospectiva de ese niño que, es evidente, ha sabido conservar y cuidar en su interior. No se si es una historia real, Aspective, pero cuesta creer que se pueda escribir esto sin haberlo vivido. Felicidades.He disfrutado mucho mucho leyéndote.
Como tantas historias tiene una parte de verdad o, llamemoslo como hace la TV, basado en hechos reales, aunque la historia en si no podría llamarla cierta o verdadera.
Muchas gracias a todos. Sois muy amables.
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