lunes

¿Mili? No, gracias

Estaba intentando contar, en post pasados, algunas anécdotas de la mili intentando enfocarlas desde el lado más humorístico posible. El abuelo Cebolleta, ya sabéis. Pero hace unos días escuché por la radio las declaraciones de un altísimo gerifalte del actual estamento militar, que propugnaba la vuelta del servicio militar obligatorio. Y se me quitaron las ganas de todas las bromas. ¿La vuelta de la mili? Me puse a recordar, a recordar en serio, sobre todo aquello que habitualmente intentas olvidar. Y esto fue lo que para mí supuso la mili, y los aprendizajes que de ella saqué:

- Indignidad
- Miedo
- Guarrería e inmundicia
- Injusticia
- Casualidades
- Vergüenza
- Desconfianza
- …

Nada es, era, nuevo. Todo tenía su justificación y su explicación. Y debías fingir creértelo, pero… ¿de verdad? Os contaré algo de cada uno de los puntos.


  • Indignidad, pérdida de la dignidad, uno de los principales objetivos cuando entras en ese estamento, para que dejes de sentirte persona, de pensar por ti mismo (es el mayor temor que existe), de reflexionar y por tanto llegues a obedecer ciegamente cualquier cosa que te indiquen, que es el fin tras el que se esconde todo el resto. 
El trato: Acostumbrado como estamos a las películas USA sobre los campamentos de adiestramiento de Marines, con el tradicional sargento vociferante y faltón (“¡Recluta, ¿de dónde eres?! En XXXX sólo hay vacas y maricones y ¡¡a ti no te veo los cuernos!! etc., etc.). Sí, divertido. En el cine. Pero cuando eres una persona medianamente formada, medianamente culta, medianamente educada, que estás allí por obligación, a la fuerza, eso de que te hablen todo con tacos, y el resto sean insultos y palabras despectivas… bueno, digamos que chirría. Por supuesto el raparte el pelo, lo más corto posible y sin ningún estilo, vestirte con ropa que no es de tu talla y que te roza y te queda ridícula, las continuas amenazas, el grito como volumen normal de cualquier instrucción, el obedecer ciegamente cualquier estupidez… porque todo tiene de fondo el miedo, el castigo, la injusticia termina, poco a poco, con tu autoestima. El objetivo.

Las condiciones: Aunque contado como anécdota reconozco que no deja de tener su gracia, en su momento la realidad era, para mí, increíble, pensando que estaba viviendo un sueño retorcido. Sequía. Restricciones de agua. Exigencia de apariencia impoluta. Instalaciones insuficientes. ¿Resultado? Ciento cincuenta jóvenes en una habitación comunal. Veinte lavabos que se llenaban con agua al amanecer. Y a repartir. Para lavarte la cara, manos, dientes, afeitarte… Dividan. Si tenías suerte, tu agua solo había sido usada previamente por un par de compañeros. ¿Solución? ¡Búscate la vida! Que era la solución para todo. Y el mismo problema en las duchas. Los mismos 150 chavales. Diez minutos de agua. ¿Cómo aprovecharlos? Fácil Todos desnudos en fila. Pegados los unos a los otros de tal forma que no cupiera un brazo entremedias. Y, corriendo, pasar bajo la ducha, medio mojarte, enjabonarte mientras corres siempre pegados, adosados, unos a otros, y volver a pasar corriendo bajo la ducha. Para aclararte. Tiempo total de agua sobre ti: inferior a 20 segundos en total. Y eso, una vez cada veinte días pese a realizar varias horas de ejercicio al día, bajo un sol que subía la temperatura a más de treinta grados. Higiene total. Y pensad que para todos nosotros, existían tres retretes. Tres. Y que cuando se rompían (con el tremendo uso, era frecuente) podían tardar varios días en ser arreglados, incluso una semana, había que seguir usándolos, no había alternativa. ¿Os imagináis? Simplemente echad cuentas. Aquello, obviamente desbordaba la taza… ¿Asco? ¿Guarro? Yo tuve que usarlo, no imaginarlo, y no por voluntad propia…

Las sábanas: en doce meses, las pude cambiar cuatro veces ¡¡y porque era amigo del cabo correspondiente!! De lo contrario las hubiese cambiado dos veces ¡en un año! La habitación que compartía con mis compañeros (la “compañía” física) tenía balcones y las puertas de estos eran de cristales múltiples. Siempre faltaban varios en cada puerta y las madrugadas de invierno eras frías y húmedas. Muy frías. Para resguardarnos de ese frío teníamos las sábanas forradas de mierda y una fina manta. “No había más”, no podías pedir más, mejor dicho, porque en el almacén se agolpaban cientos de mantas (ya usadas) sin repartir. ¿Por qué? No lo sé.

Los parásitos: La compañía estaba llena de chinches. No los había conocido antes. Pero era una verdadera infestasión. Los somieres metálicos, que quemábamos con los sopletes de los fontaneros, los colchones de gomaespuma que pulverizábamos con insecticida, las mantas y colchas que jamás se lavaron (¿cuántas generaciones llevarían así?) rezumaban chinches. Una vez hubo que levantar un cable eléctrico que, por el exterior, y grapado a la pared, recorría todo un lateral. Debajo, existía otro cable, idéntico, formados por chinches. Si os preguntáis cómo son, os diré que son del tamaño de una lenteja, rojo oscuro, no vuelan, dicen que no transmiten enfermedades, y su picadura dibuja líneas rectas en la piel, con un abón a continuación del otro. Y pican, pican mucho. De los piojos ni hablaré, porque ya estamos todos curados de espanto con lo que nuestros hijos traen del colegio…

Las bromas: También estamos acostumbrados a verlas, oírlas… Pero sufrirlas es cruel. Divertido, quizás, para los que miran, pero. Yo tuve suerte. Solo me tocó hacer, en el interior de la compañía, delante de todos los soldados que te precedían en antigüedad, un amago de desfile yendo desnudos y “jurar la polla del abuelo” (abuelos=el reemplazo más veterano de ese momento) que consistía en lamer con fruición un perfecto y enorme pene labrado en madera sobre el que se vertía leche condensada. Si quedaban satisfechos de tu interpretación, unas cuantas collejas y habías terminado. Sólo te (me) quedaban, unas cuantas madrugadas de amanecer “pintado”; esto era que al tocar diana y levantarte, te encontrabas que habían vertido sobre tu cara y almohada, mientras dormías, colorante alimentario, polvos de añil, o similar, con lo que debías levantarte, orinar, vestirte, hacer la cama y salir a formar a la calle en un máximo de 10 minutos. Si llegabas tarde, arrestado. Si llegabas sin vestir bien, arrestado (menos mal que para esas formaciones, lo único reglamentario, obligatorio, eran la gorra y las botas) Pero no podías ir pintado. Y aquello no salía con agua y jabón si no era con el esfuerzo de muchos, muchos minutos de frotar… Búscate la vida…

(continuará)

viernes

Compartir recuerdos


Hace unos días mi hija mayor vino a pasar el finde con un par de sus amigas a casa. Teóricamente iban a estudiar y  a hacer un trabajo pero no estoy completamente seguro de que lo consiguieran. Eso sí, si las risas son indicativo de que se lo están pasando bien, realmente se divirtieron a modo.
Yo procuré dejarles todo el espacio posible. No quería ser un padre coñazo interviniendo es sus conversaciones, enterándome de “sus cosas”, imponiéndoles mi presencia. Compartí con ellas, además de los ecos de las risas, las comidas. Y los paseos para poner más fuerte la estufa y alimentar con troncos la chimenea, pero eso no cuenta, eran apariciones fugaces.

A una de las amigas de mi hija la conocía ya de otras visitas. A la segunda, también la conocía pero no la había visto desde que era una criaja de 4 años. Es hija de unos amigos, de esos que se quedaron en los roces con las esquinas de mi primer divorcio y desapareció de mi entorno totalmente. Creo que yo estaba expectante ante su visita, quizá tratando de adivinar, entre sus palabras, algún destilado de… cualquier cosa que le hubieran podido contar sobre mí, el divorcio, sus causas, el pasado, etc. Pero no. O bien no le habían transmitido nada, o ella no le había dado importancia o el contacto con mi hija, y sus comentarios normales sobre el día a día se tradujo en una normalidad absoluta. Mejor.

En una de las comidas, rememorando viejos, muy viejos, tiempos le relataba una historia sobre su abuelo fallecido hace años (su madre, además de amiga antaño, fue mi vecina durante toda nuestra infancia y adolescencia por lo que yo también había conocido a los abuelos maternos de la jovencita). Evité cualquier comentario sobre sus padres para evitar que derivase la conversación hacia terrenos que podrían ser incómodos para alguno, pero  tenía una anécdota que guardaba yo con mucho cariño del padre de su madre, y ahí no podía haber controversia. Se la conté y después de unas sonrisas y comentarios sobre el hecho relatado, exclamó una frase que me hizo pensar: “Jo, siempre le estoy pidiendo a mi madre que me cuente cosas de mis abuelos, pero nunca me cuenta nada…”

Mi padre también falleció. Hace… ¡casi 36 años ya! Y no estoy seguro, para nada, de hablarles de él a mis hijos. No sé si he podido o sabido transmitirles mis recuerdos e impresiones sobre él a sus nietos. Sé que, evidentemente, les he hecho algún comentario, alguna anécdota, pero casi siempre aquellas en las que el protagonista era yo y él salía como actor de reparto. Y creo que eso no es justo para ninguno de ellos. Ni para los presentes ni para el ausente. Me he preocupado de que mis hijos dispusieran de un árbol genealógico, de un montón de fotos viejas escaneadas, pero no sé si les he dado a mi padre. Y pienso que, cuando lo dudo, es porque la respuesta es negativa. Es una pena. Debo intentar cambiar eso, pero y a ellos ¿les interesará? Veremos.