lunes

¿Mili? No, gracias

Estaba intentando contar, en post pasados, algunas anécdotas de la mili intentando enfocarlas desde el lado más humorístico posible. El abuelo Cebolleta, ya sabéis. Pero hace unos días escuché por la radio las declaraciones de un altísimo gerifalte del actual estamento militar, que propugnaba la vuelta del servicio militar obligatorio. Y se me quitaron las ganas de todas las bromas. ¿La vuelta de la mili? Me puse a recordar, a recordar en serio, sobre todo aquello que habitualmente intentas olvidar. Y esto fue lo que para mí supuso la mili, y los aprendizajes que de ella saqué:

- Indignidad
- Miedo
- Guarrería e inmundicia
- Injusticia
- Casualidades
- Vergüenza
- Desconfianza
- …

Nada es, era, nuevo. Todo tenía su justificación y su explicación. Y debías fingir creértelo, pero… ¿de verdad? Os contaré algo de cada uno de los puntos.


  • Indignidad, pérdida de la dignidad, uno de los principales objetivos cuando entras en ese estamento, para que dejes de sentirte persona, de pensar por ti mismo (es el mayor temor que existe), de reflexionar y por tanto llegues a obedecer ciegamente cualquier cosa que te indiquen, que es el fin tras el que se esconde todo el resto. 
El trato: Acostumbrado como estamos a las películas USA sobre los campamentos de adiestramiento de Marines, con el tradicional sargento vociferante y faltón (“¡Recluta, ¿de dónde eres?! En XXXX sólo hay vacas y maricones y ¡¡a ti no te veo los cuernos!! etc., etc.). Sí, divertido. En el cine. Pero cuando eres una persona medianamente formada, medianamente culta, medianamente educada, que estás allí por obligación, a la fuerza, eso de que te hablen todo con tacos, y el resto sean insultos y palabras despectivas… bueno, digamos que chirría. Por supuesto el raparte el pelo, lo más corto posible y sin ningún estilo, vestirte con ropa que no es de tu talla y que te roza y te queda ridícula, las continuas amenazas, el grito como volumen normal de cualquier instrucción, el obedecer ciegamente cualquier estupidez… porque todo tiene de fondo el miedo, el castigo, la injusticia termina, poco a poco, con tu autoestima. El objetivo.

Las condiciones: Aunque contado como anécdota reconozco que no deja de tener su gracia, en su momento la realidad era, para mí, increíble, pensando que estaba viviendo un sueño retorcido. Sequía. Restricciones de agua. Exigencia de apariencia impoluta. Instalaciones insuficientes. ¿Resultado? Ciento cincuenta jóvenes en una habitación comunal. Veinte lavabos que se llenaban con agua al amanecer. Y a repartir. Para lavarte la cara, manos, dientes, afeitarte… Dividan. Si tenías suerte, tu agua solo había sido usada previamente por un par de compañeros. ¿Solución? ¡Búscate la vida! Que era la solución para todo. Y el mismo problema en las duchas. Los mismos 150 chavales. Diez minutos de agua. ¿Cómo aprovecharlos? Fácil Todos desnudos en fila. Pegados los unos a los otros de tal forma que no cupiera un brazo entremedias. Y, corriendo, pasar bajo la ducha, medio mojarte, enjabonarte mientras corres siempre pegados, adosados, unos a otros, y volver a pasar corriendo bajo la ducha. Para aclararte. Tiempo total de agua sobre ti: inferior a 20 segundos en total. Y eso, una vez cada veinte días pese a realizar varias horas de ejercicio al día, bajo un sol que subía la temperatura a más de treinta grados. Higiene total. Y pensad que para todos nosotros, existían tres retretes. Tres. Y que cuando se rompían (con el tremendo uso, era frecuente) podían tardar varios días en ser arreglados, incluso una semana, había que seguir usándolos, no había alternativa. ¿Os imagináis? Simplemente echad cuentas. Aquello, obviamente desbordaba la taza… ¿Asco? ¿Guarro? Yo tuve que usarlo, no imaginarlo, y no por voluntad propia…

Las sábanas: en doce meses, las pude cambiar cuatro veces ¡¡y porque era amigo del cabo correspondiente!! De lo contrario las hubiese cambiado dos veces ¡en un año! La habitación que compartía con mis compañeros (la “compañía” física) tenía balcones y las puertas de estos eran de cristales múltiples. Siempre faltaban varios en cada puerta y las madrugadas de invierno eras frías y húmedas. Muy frías. Para resguardarnos de ese frío teníamos las sábanas forradas de mierda y una fina manta. “No había más”, no podías pedir más, mejor dicho, porque en el almacén se agolpaban cientos de mantas (ya usadas) sin repartir. ¿Por qué? No lo sé.

Los parásitos: La compañía estaba llena de chinches. No los había conocido antes. Pero era una verdadera infestasión. Los somieres metálicos, que quemábamos con los sopletes de los fontaneros, los colchones de gomaespuma que pulverizábamos con insecticida, las mantas y colchas que jamás se lavaron (¿cuántas generaciones llevarían así?) rezumaban chinches. Una vez hubo que levantar un cable eléctrico que, por el exterior, y grapado a la pared, recorría todo un lateral. Debajo, existía otro cable, idéntico, formados por chinches. Si os preguntáis cómo son, os diré que son del tamaño de una lenteja, rojo oscuro, no vuelan, dicen que no transmiten enfermedades, y su picadura dibuja líneas rectas en la piel, con un abón a continuación del otro. Y pican, pican mucho. De los piojos ni hablaré, porque ya estamos todos curados de espanto con lo que nuestros hijos traen del colegio…

Las bromas: También estamos acostumbrados a verlas, oírlas… Pero sufrirlas es cruel. Divertido, quizás, para los que miran, pero. Yo tuve suerte. Solo me tocó hacer, en el interior de la compañía, delante de todos los soldados que te precedían en antigüedad, un amago de desfile yendo desnudos y “jurar la polla del abuelo” (abuelos=el reemplazo más veterano de ese momento) que consistía en lamer con fruición un perfecto y enorme pene labrado en madera sobre el que se vertía leche condensada. Si quedaban satisfechos de tu interpretación, unas cuantas collejas y habías terminado. Sólo te (me) quedaban, unas cuantas madrugadas de amanecer “pintado”; esto era que al tocar diana y levantarte, te encontrabas que habían vertido sobre tu cara y almohada, mientras dormías, colorante alimentario, polvos de añil, o similar, con lo que debías levantarte, orinar, vestirte, hacer la cama y salir a formar a la calle en un máximo de 10 minutos. Si llegabas tarde, arrestado. Si llegabas sin vestir bien, arrestado (menos mal que para esas formaciones, lo único reglamentario, obligatorio, eran la gorra y las botas) Pero no podías ir pintado. Y aquello no salía con agua y jabón si no era con el esfuerzo de muchos, muchos minutos de frotar… Búscate la vida…

(continuará)

viernes

Compartir recuerdos


Hace unos días mi hija mayor vino a pasar el finde con un par de sus amigas a casa. Teóricamente iban a estudiar y  a hacer un trabajo pero no estoy completamente seguro de que lo consiguieran. Eso sí, si las risas son indicativo de que se lo están pasando bien, realmente se divirtieron a modo.
Yo procuré dejarles todo el espacio posible. No quería ser un padre coñazo interviniendo es sus conversaciones, enterándome de “sus cosas”, imponiéndoles mi presencia. Compartí con ellas, además de los ecos de las risas, las comidas. Y los paseos para poner más fuerte la estufa y alimentar con troncos la chimenea, pero eso no cuenta, eran apariciones fugaces.

A una de las amigas de mi hija la conocía ya de otras visitas. A la segunda, también la conocía pero no la había visto desde que era una criaja de 4 años. Es hija de unos amigos, de esos que se quedaron en los roces con las esquinas de mi primer divorcio y desapareció de mi entorno totalmente. Creo que yo estaba expectante ante su visita, quizá tratando de adivinar, entre sus palabras, algún destilado de… cualquier cosa que le hubieran podido contar sobre mí, el divorcio, sus causas, el pasado, etc. Pero no. O bien no le habían transmitido nada, o ella no le había dado importancia o el contacto con mi hija, y sus comentarios normales sobre el día a día se tradujo en una normalidad absoluta. Mejor.

En una de las comidas, rememorando viejos, muy viejos, tiempos le relataba una historia sobre su abuelo fallecido hace años (su madre, además de amiga antaño, fue mi vecina durante toda nuestra infancia y adolescencia por lo que yo también había conocido a los abuelos maternos de la jovencita). Evité cualquier comentario sobre sus padres para evitar que derivase la conversación hacia terrenos que podrían ser incómodos para alguno, pero  tenía una anécdota que guardaba yo con mucho cariño del padre de su madre, y ahí no podía haber controversia. Se la conté y después de unas sonrisas y comentarios sobre el hecho relatado, exclamó una frase que me hizo pensar: “Jo, siempre le estoy pidiendo a mi madre que me cuente cosas de mis abuelos, pero nunca me cuenta nada…”

Mi padre también falleció. Hace… ¡casi 36 años ya! Y no estoy seguro, para nada, de hablarles de él a mis hijos. No sé si he podido o sabido transmitirles mis recuerdos e impresiones sobre él a sus nietos. Sé que, evidentemente, les he hecho algún comentario, alguna anécdota, pero casi siempre aquellas en las que el protagonista era yo y él salía como actor de reparto. Y creo que eso no es justo para ninguno de ellos. Ni para los presentes ni para el ausente. Me he preocupado de que mis hijos dispusieran de un árbol genealógico, de un montón de fotos viejas escaneadas, pero no sé si les he dado a mi padre. Y pienso que, cuando lo dudo, es porque la respuesta es negativa. Es una pena. Debo intentar cambiar eso, pero y a ellos ¿les interesará? Veremos. 

lunes

Finde tecnológico

Cuando ayer eran las tres, hoy son las dos. Sí, claro, porque acabamos de finalizar un fin de semana de desafíos tecnológicos en el que hemos tenido que resintonizar los canales de la TDT y cambiar la hora de los relojes; y este cambio de la hora inicialmente me gusta, pues te deja dormir una hora más, magnífica idea para regodeo previo, pero que no se materializa pues ya te acuestas descontando la susodicha hora. Al final duermes menos… y encima comienza a anochecer mucho antes. Pues eso, inicialmente me gusta, pero al final no me agrada nada.

Y el adjetivo” tecnológico” que le puesto al título, es porque nos obliga, de refilón, a tocar la tecnología, porque, realmente, ya no hay que hacer nada: los smartphones y ordenadores, por defecto, lo hacen todo ellos y se actualizan solos. Y resintonizar la Tv es darle a un botón de “sintonización automática” y ya. Bueno, si eres muy hábil y caprichoso, puedes asignar los programas de tu Tv a los canales sintonizados para que en el p1 te coincida La 1, en el 3, Antena 3, en el 4, Cuatro y así sucesiva y originalmente.

Sin embargo ya se ha perdido la emoción del domingo. ¿Quién llegará pronto a las cañas del aperitivo? ¿Quién se pegará el madrugón indebido? ¿Quién se enfadará por el plantón cuando él realmente ha llegado una hora antes? Aunque es más divertido en el cambio de marzo, (la gente llegaba tarde, se dormía, etc.)

Todo esto se ha perdido porque la tecnología está diseñada para hacernos la vida más fácil. Teóricamente. Sí, teóricamente, porque lo que de verdad está consiguiendo es hacernos más tontos. ¿Quién recuerda un par de números de teléfono? Vamos, en mi caso, me quedaría aislado hasta de mi familia más cercana porque solo me acuerdo del viejo teléfono fijo de casa de mi madre…y porque lo di muchas veces cuando era joven intentando que alguna me llamara…pero dejemos el tema. El caso es que la agenda, el teléfono, los cumpleaños, todo eso ya no supone ningún mérito, ni ningún esfuerzo, porque lo hacen por nosotros. Como tantas otras cosas, como estas actualizaciones. Y sí, es posible que en algo nos ayuden, pero que nuestro coco se vuelve más vago, más lento algo más tonto…seguro.

¿Qué no? A ver, ¿a cuantos de vosotros os pondría en un apuro grave el perder el Smartphone con el móvil de vuestra novia/amiga/incluso esposa? ¿Cuántos podríais en un apuro, llamar a alguien por teléfono si os hubiesen quitado el vuestro? Decid la verdad…y no os pongáis nerviosos, hombre, haced una copia de seguridad en vuestro PC o en la nube… y lo podréis recuperar todo. Bueno, realmente del enfado de ellas no estoy muy seguro

martes

Las batallitas del abuelo (II). La ropa

Cuando entré por primera vez en el CIR del Obejo, pasé por el cuerpo de guardia, entre dos garitas, y bajo un arco que reza una conocida leyenda “Todo por la Patria”. No te extraña. La has leído, la has visto, miles de veces. Sin embargo, con el paso de los días, te das cuenta de que no, de que se han equivocado. La traducción no es esa, porque seguro que el original rezaba, literalmente, “Lasciate ogne speranza, voi ch'intrate”.

En fin, que las primeras cuitas llegaron a través de la ropa. Con la ropa "de faena" no tuve complicaciones, pero los problemas estuvieron en la ropa de “bonito”, nombre habitual de la ropa de paseo, la que se usa para ir por la calle o de permiso a casa. Problemas con las tallas, problemas con los números… hubo prendas por las que tuve que esperar, incluso algunos días, para que me las consiguieran. Por ejemplo, la gorra, o las botas. De todo utilizaba la talla mas grande de las que el ejército tenía disponibles. Y no tenían a mano muchas cosas. Pero eso, al cabo de los días, llegaba desde alguna parte y te lo daban. Con los gayumbos tampoco había problema. Blancos, de algodón, enormes, pero enooormeees, de un diseño que solo se lo había visto a mi padre. Y que yo jamás utilicé. 

Me facilitaron las prendas en la mayor que hacían… y no me valía. Pero ni de casualidad. Ni reteniendo el aire y metiendo la tripa. Nada.  En la guerrera (chaqueta) los botones ni se acercaban, el cinturón no se conseguía juntar, los pantalones no subían de medio muslo… Parecía la ropa de mi hermano pequeño. Pero lo peor es que me advirtieron que no me podría ir de fin de semana, ni de permiso, ni siquiera jurar bandera, hasta que lograra vestirme con esa ropa. ¿Y cómo hacerlo? Aaaahhh… He de aclarar que allí el tiempo se dividía en "fines de semana" y el "tiempo chungo de espera del fin de semana". La supervivencia consistía en aguantar, como fuera, hasta al viernes siguiente. Tenía que hacer algo, no podía quedarme allí sin volver a casa, palmaría seguro… ¡Disponía de 15 días hasta el primer fin de semana para conseguir que “eso” me valiera…!
Chan, chan, chan chan chan (léase con la música de "Misssion: Impossible").

Pero no hubo problema. El ejército piensa en todo. Horas y horas de instrucción, y montes y más montes de orden abierto (eso de reptar, correr y cuerpo a tierra, levantarte, más correr, todo campo a través) y más instrucción, día a día, todos los días, bajo un sol impresionante que te secaba hasta el sudor, dio, en parte, sus frutos. Llevaba buen camino. Debía perder kilos como tonto. Pero además…, el ejército volvió a ayudarme. Con el ejercicio podía quemar grasa como un loco, pero claro, si lo recuperaba comiendo no había nada que hacer, así que no me lo permitieron. Al corresponder mi apellido a las primeras letras del abecedario, me tocó el servicio de cocina casi recién llegado. Y además de cumplir con el tópico de pelar toneladas de patatas (con máquina, ¿eh? ¿qué os habíais creído?) pude comprobar cómo se preparaban los alimentos, las medidas de higiene aplicadas, el sistema de cocinado sguido… todo. Y la consecuencia fue que no pude comer en bastantes días. Me negué. Con solo pensar en comida, los recuerdos se avivaban y tenía que salir corriendo hacia las letrinas. Pasados esos días nefastos, me alimenté únicamente, y durante una larga temporada, con los productos, industriales y envasados, que podía comprar en la cantina con el escaso dinero del que disponía. 

El resultado de estas acciones combinadas fue increíble. Pasados los quince días y con un poquito de costura para trasladar los botones de la guerrera un poquito más hacia el borde la guerrera, pude irme a casa de fin de semana hecho un soldado. Debí de perder alrededor de 15 kilos en esos 15 días. ¿Increíble, no?

Lo de los botones, las costuras y demás fue muy curioso. Pero eso, es otra batalla. 

lunes

Las batallitas del abuelo. Introducción

Esta vez, me convierto en el abuelo. En cualquier abuelo. Porque quiero dejar aquí aquellas vivencias, ya lejanas en el tiempo, que me marcaron con intensidad. No le interesan a nadie, lo sé, parecen sacadas de un viejo libro cutre, lo sé, y son ajenas a la mayoría de la gente, lo sé. Pero forman algo muy importante de mi pasado. Sí, son las batallitas, mis batallitas. O las historias de la puta mili, como también las llaman.

Me tocó hacer el servicio militar obligatorio. La mili. A pesar del baby boom de mi generación, a pesar de comenzar, tímidamente, la objeción de conciencia, a pesar de los excedentes de cupo, de ser hijo de viuda, de... todo. Me tocó. Y me correspondió la gloriosa infantería del ejército de tierra. Debido a algunas prórrogas por estudios me incorporé el 7 de octubre de 1981, junto a un reemplazo posterior en el que la mayoría de chavales eran tres, cuatro o incluso cinco años más jóvenes que yo. Contaba el que suscribe ya 21 "tacos" y una licenciatura en económicas que finalicé estando ya vestido de verde (me comunicaron por teléfono que había aprobado la última asignatura que me faltaba para terminar la carrera) y era mayor de edad desde hacía poco más de dos por mor de la nueva Constitución. Sí, original que es uno, accedí a la mayoría de edad con 19 años y seis meses justos.

Intentemos, por un momento, centrarnos en la fecha, en la época: octubre del 81. Gobernaba, ininterrumpidamente desde 1976, en ese periodo recién iniciado de democracia, Adolfo Suárez.
La crisis económica era muy importante, a pesar de los Pactos de la Moncloa, pero parecía vislumbrarse algo de luz, aunque en un muy lejano horizonte. La tasa de inflación a finales del año anterior había sido del 15% y llevábamos camino de repetir. El paro ascendía al 14% con casi dos millones de parados con una población empleada cercana a los 12 millones de personas. La tasa de paro juvenil superaba el 30%. Y ocho meses antes, el 23 de febrero, el Teniente Coronel Tejero había tomado al asalto el Congreso de los Diputados en una intentona golpista que se denominó, popularmente, el 23F. A Felipe González le faltaba un año para ganar sus primeras elecciones, no había divorcio, la OTAN, de entrada, no, la adhesión a la CEE (así se llamaba entonces) aún estaba en formato petición... No, esto no es "Cuéntame como pasó" aunque se le pueda parecer. Son el escenario, real, de mis recuerdos, de mis vivencias.

Desde crio me había aterrorizado lo ir a la "mili". Quizá por la imagen severa y omipotente de los militares en esa época. Pero en gran medida también, porque yo era un simplemente un  cagueta, dicho llanamente. Además, lo reforzaba todo lo que se oía, te contaban o, en el caso de mi madre, te amenazaba: "¡¡Ya verás/aprenderás/harás/comerás/etc. cuando vayas a la mili y te hagas un hombre!!" Ya inevitable el ser reclutado, me intenté preparar a conciencia. Procuré adelgazar, aprendí mecanografía en aquellas máquinas de pulsación manual en las que te dejabas los dedos, hablé con todos los veteranos que pude para conocer "la verdad", recabé toda la información que pude, en fin, todo lo que se me ocurrió. Y así, el 7 de octubre me presenté, como me habían indicado, en la estación de Atocha para salir rumbo a Córdoba, al CIR (Campamento de Instrucción de Reclutas) nº 4, llamado "Obejo", por estar cercano el pueblo y el monte de El Obejo (Córdoba). Y no, no hay falta de ortografía. Se llamaba así. Obejo y su pedanía Cerro Muriano (dónde encontraba el CIR nº5 , en el que juré bandera) se encuentran en Sierra Morena, a 16 km. de Córdoba, en la comarca de Los Pedroches. En aquella época de sequía aguda, un verdadero secarral. Pero eso es comenzar ya con las batallitas...

miércoles

“Va por ti” Relato

Dime.

Sí, tú, contéstame…

¿Será posible que, al fin, mis esbozos, mis dubitativos trazos realizados en el aire sin pincel ni papel, hayan cobrado forma, voz, cuerpo?

Desde siempre supe que existías, que tenías que existir. Que en algún sitio, en algún día de mi futuro, me estarías esperando con esa sonrisa contagiosa, simpática, cálida, amable, con esos ojos socarrones, brillantes y profundos.

Conocía tu aroma, aunque no supiera la marca de tu perfume. Saboreaba el dulzor de tu boca, la frescura de tus labios sin saber dónde encontrar ese manjar. Ya te deseaba, desde siempre, y ocupabas el papel protagonista de mis más ocultas fantasías. Te conocía aunque no pudiera describirte. Me conocía tu piel, suave, fina, y cada uno de tus poros sin haberte tocado jamás. Había participado en nuestras conversaciones, en nuestras risas comunes, en nuestras cómplices confidencias, sabía de tu vida ignorándolo todo.

Pero ahí estarías, esperándome. Ineludible, inevitable. Yo quemaba las semanas  y los años buscándote inútilmente entre las grises multitudes que me rodeaban, esperando ese destello de color luminoso que te delataría. Tenía la inquietud de no saber verte, de no reconocerte a pesar del convencimiento de la inexorabilidad, de la confluencia forzosa de nuestros caminos, determinada eones atrás por fuerzas inmensas y divinas.

¿Eres tú, al fin?

¿Ya ha llegado nuestro momento?

Dime, contéstame. Cuéntame si eres aquella a quien busco desde antes de nacer, ese ser maravilloso, etéreo hasta ahora, que me está predestinado y con el que nos complementaremos y completaremos de una manera perfecta.

Dime, contéstame. ¿Eres la mujer a quien, al fin, podré hacer feliz? ¿Aquella a la que podré adorar, admirar, amar, mimar? ¿Eres tú quien corresponderá a esos gritos de demanda hasta ahora sin eco?
Dime ¿eres tú?

Publicado originalmente en El Blogguercedario por Aspective el 1/2/12

Una buena lección

Este mes, de calor y vacaciones, mi hijo, diez años ya, ha aprendido lo que espero sea una de las lecciones más realistas y valiosas que puede recibir.

Allá por mayo, con mi renuencia, pero el apoyo encendido de su madre, cumplió con la tradición e hizo su primera comunión. Día paradigmático de recibir regalos, le ofrecieron, esperando evidentemente otra respuesta, la posibilidad de realizar un viaje. Supuestamente el destino debía ser Disneyland París, como sucedía con la mayor parte de sus compañeros de clase, pero el peque se descolgó, dejando a todos con la boca abierta, con que quería ir a Italía "que era la ilusión de su vida". No me preguntéis. Yo solo soy su padre. Ni idea de dónde puede haberse sacado ese anhelo, aunque si escarbáramos, llegaríamos, estoy seguro, a encontrar una relación de cualquier tipo con el fútbol. Faltaría más...

Pues el deseo se cumplió y a mediados de agosto, madre e hijo hicieron las maletas y en un vuelo se plantaron en Roma. La Roma del Coliseum y los gladiadores, la del Vaticano y sus museos, la de la Fontana de Trevi, y por supuesto, la pizza.
Todo iba bien, todo le interesaba, incluyendo las explicaciones de los guías, que se bebía con ansia protestando si no le dejaban escuchar, todo le gustaba.

Pero el segundo día surgió un problema que detectaron tarde. Las tarjetas bancarias, de crédito y débito, se habían desmagnetizado, siendo inútiles e impidiéndoles el uso de los cajeros y por tanto sin poder acceder al dinero. Y cuando se dieron cuenta fue porque habían agotado el efectivo.

La solución fue pedir a la familia una transferencia urgente por DineroGram o DineroRápido o lo que sea, una de esas empresas en la que ingresas el dinero en Madrid y en cuestión de minutos lo puedes retirar allí donde estés. Perfecto. El siguiente problema era el tiempo y el transporte. Debían llegar a la sucursal de la oficina correspondiente antes de la hora de cierre, lógico, pero esta estaba muy lejos de su hotel. No tenían dinero para taxi, ni para el metro siquiera, pues disponían, por todo capital, de 50 cts.. El tiempo apremiaba así que decidieron pedir prestado el importe de dos billetes de metro a un grupo de compatriotas, españoles, que estaban en su mismo hotel. Les contaron sus vicisitudes y la magnánima respuesta que obtuvieron es la que damos todos nosotros a los "sin techo" que nos piden por la calle: "Es que no tengo suelto...". Perfecto. En un país extranjero, en una ciudad cosmopolita, una madre y un niño de diez años piden a unos compatriotas el importe de ¡¡dos billetes de metro!! y... Bueno, que así nos va. En el hotel, los de recepción que habían oído toda la historia se hicieron los locos. Así que, sin otra opción, se dispusieron para atravesar la ciudad a paso ligero, intentado llegar a tiempo.


Sin embargo... un senegalés, que trabajaba de botones en el hotel, se acercó y sacando de su bolsillo de propinas tres euros, se los ofreció. Sin haberle pedirle nada.
- "¿Y esto?"
-"¿No teníais que coger el metro ahora?"
¡Y además, con una sonrisa!

Agradecidos, tomaron el dinero, cogieron el metro, llegaron a tiempo y volvieron al hotel donde, por supuesto, lo primero fue buscar al benefactor, y devolverle su dinero junto a una generosa propia que, incluso así, les sabía a poco. Porque nos era dinero, lo importante fue que les había sacado del apuro.

Visto que habían regresado ya con efectivo, en recepción se deshicieron en disculpas, porque no habían entendido bien y que "podían haber cogido un taxi que ellos lo hubieran pagado y cargado a la habitación". A buenas horas mangas verdes.

Mi hijo, aleccionado por su madre, aprendió que no fue el compatriota, ni el del hotel con todos sus recursos. Fue el inmigrante, el más humilde de los que allí estaban, el que era de otra raza y color quien, sin habérselo pedido siquiera, les ofreció lo que necesitaban, el que generosamente y con una sonrisa  les ayudó. Tal vez era el más sabía de apuros, de solidaridad y de ayuda...

Espero que mi hijo recuerde siempre esto, el día en que alguien "diferente", quizás con el que menos empatía podía tener de principio, fue la persona que dio un paso al frente y se solidarizó con ellos, ayudándoles. Que no importó el país, ni la raza, ni el estatus social. Que lo importante fue el hombre, el individuo.

Ojalá yo también lo recuerde siempre.

Escondernos de la tecnología...

No, para nada. Esto no va del espionaje de la NSA, ni de la Cía, ni de robo de datos, phishing, etc. Ni siquiera de cotillearle el teléfono a tu pareja. No.

Quiero comentar los problemas, tontos o no, que crean las nuevas formas de comunicación.Y en concreto, el whatsapp, esa aplicación que ya nos resulta imprescindible y que parece que lleva con nosotros desde siempre, aunque en la mayoría de los casos no pase de tres años su tiempo de uso.

¿Recordáis las trifulcas que se montaban al principio con el tema del doble chec y su significado? Que si lo habías recibido, que si lo habías leído... Las discusiones que originó estaban estupendamente recogidas en este vídeo:



Poco a poco volvían las aguas a su cauce cuando nos enteramos bien de lo que significaban cada una de las dos rayitas. Menos mal. Aunque la hora de la última conexión, ("¿con quien estabas hablando tú a esas horas si me dijiste que te acostabas...?" o el vernos "Escribiendo" cuando el/la interesado/a  no recibía mensaje alguno... son temas que siguen levantando ampollas. De acuerdo, hay formas de eludirlo pero resulta todavía más sospechoso. Al final va a tener razón el chiste:

  • Ella: ¿Puedes preparar la cena tú hoy?
  • Él: Joer, es que no me apetece, estoy con el partido...
  • Ella: Pues enséñame tu whatsapp
  • Él: ¿Qué has dicho que querías cenar?

El resto de las apps siguen en la misma línea, mostrando esos datos "incómodos" (¿de verdad deberían serlo?). Pues por si eso no es suficiente, comentan por ahí que se avecina y tercer chec, tanto para el Whatsapp, como Line o Telegram. De momento es puro cotilleo, ya veremos. Sin embargo, ya lo tienen, desde su lanzamiento, los usuarios de BBM (BlackBerry Messenger) en las diversas plataformas, que deben tener cuidadito mientras se comunican, porque esta aplicación va más allá del citado y polémico “doble chec” e incluye un tercer “chec” que nos permite saber si el interlocutor ya ha leído el mensaje. Y es verdad, no como el chiste:


"Whatsapp estudia incluir el tercer check (✔) para indicar cuándo tu mensaje ya ha sido espiado por la NSA y Obama.

¿Os imagináis que  a la hora de la conexión y al "escribiendo" se la una ahora la seguridad de que el mensaje ha sido leído... y nosotros no hemos contestado? Dentro de poco nos llegarán, seguro, desde los USA las estadísticas de divorcios provocados por los checs igual que lo han hecho sobre los ocasionados por Facebook.

sábado

Maldito miedo

Ayer la vi. Era ella, sin duda. Sin el menor atisbo de duda. Fue fugaz, intenso, increíble, onírico, irreal, maravilloso... pon la ristra de adjetivos que prefieras.

El lugar, el menos romántico del mundo. Una gasolinera. De prepago. Esta tontería hizo que tuviera que ir y venir, entre su coche y la caja, tres veces. Y las tres pasó a mi lado. Y me miró. Y yo no podía quitar los ojos de ella. Paralizado. Hipnotizado.

No te la puedo describir. Simplemente... hermosa. No sé si cumpliría los cánones actuales, los estándares de belleza al uso. Posiblemente no. Pero era mi sueño. Tal y como la había soñado innumerables veces, siempre despierto, hasta desesperarme creyendo, ya rendido, que no existía. Pero sí. Allí estaba. Pelo castaño claro, muy rizado y largo semioculto por una boina de lana, ojos verdes, nariz recta y pequeña, minifalda, piernas fuertes...ni alta ni baja. Simplemente perfecta. Diferente.

Ahora, purista irredento, me dirás que no la conozco. Que ni siquiera he hablado con ella. Bueno, supongo que según los libros tienes razón. Pero también esos libros dicen que han comprobado que bastan 2,8 segundos para que una persona se enamore. Y me sobró tanto tiempo... Hoy todas las demás mujeres que he visto me han parecido normales. Incluso aquellas que hasta ayer encontraba atractivas ya no lo eran.

Enamorado, si. Lo sé. Sí, lo sé. Y lo sé porque de golpe despertaron sensaciones que llevaban años dormidas. Tan aletargadas que creía muertas e imposibles de resucitar. De repente, lo que ya creía ajeno totalmente a mí, volvió, desbocado, a invadirme en segundos. El corazón acelerado, latiendo cada vez más rápido, la respiración rápida y breve, superficial. Imposible dejar de mirarla. Flojera en las piernas. Ilusión, durante un pánico. Y miedo, el viejo miedo escénico que tantas veces en el pasado me dejó inmóvil. Al igual que ayer. Me sentí de nuevo, niño, acobardado, miedoso, tímido, balbuceante... porque me di cuenta de que no podía hablarle. Fui consciente, de golpe, como un gran mazazo, de que tengo la edad que tengo y ella, mínimo, menos, veinte años menos. Me sentí viejo, muy viejo. Y tuve miedo, de nuevo, el viejo miedo. Miedo al rechazo, al estereotipo, a la risa, al desprecio. Miedo, miedo y miedo... y se fue.

Me sentí roto según se alejaba, consciente de que la probabilidad de volverla a encontrar por casualidad en cualquier sitio es ... inexistente. Luego pensé que podía haber hablado, me repetí mentalmente mil veces la escena con una infinita panoplia de variantes sobre qué haber dicho, cómo haberla abordado, como intentar un contacto, o al menos, la esperanza de tenerlo.  Pero, maldito miedo, me quedé allí, mirando como se iba. En silencio. Sufriendo ya su ausencia. Y luego me reí. De mí. No me fijé, siquiera, en la matrícula del coche. Ni en el modelo o marca. Solo que era rojo, algo deportivo y que resplandecía detrás de ella.

Llevo dos día sin quitármela de la cabeza. Repitiendo la escena mentalmente una y otra vez y ensayando todas la variantes que podrían haber sido. Pero no. No he podido concentrarme en el trabajo ni en la conducción. No me entero de la TV. Solo veo, una y otra vez su cara. Su cara. Su hermosa, maravillosa cara.

Me puedes poner tan verde como quieras. Te puedes reír hasta que te duela la tripa. Búrlate si es tu deseo, pero yo, ayer, me enamoré. De una entelequia. Porque existe pero... ¿qué más da? Es tan real y cercana como si fuera un sueño ajeno. Por miedo. ¡Maldita sea!