lunes

Películas, actores y Hollywood

He crecido con el cine. Al igual que a otros, cuando eran niños, les contaban cuentos o les leían libros, a mí me contaban películas. Mi madre, una gran cinéfila que pilló de estreno la mejor época del Star System de Hollywood, cuando es este país el cine, el fútbol, o la era, constituían las únicas alternativas de diversión posibles, me relataba, con gran precisión de detalles, todas aquellas películas con las que había pasado tardes de ensueño en la butaca de un cine. También vio a Di Stefano, pero a mí me aburre el fútbol y de la era, afortunadamente, no me ha contado nada.

Crecí, desde que tengo memoria, rodeado de los grandes aventureros y románticos de todas las épocas y mucho antes de que la televisión me los mostrara. Sentado en el suelo de la cocina escuchaba absorto, totalmente embelesado, mientras mi madre andaba trajinando entre cacharros, como Errol Flynn robaba a los ricos para dárselo a los pobres en el Bosque de Sherwood, Johnny Weissmüller lanzaba su grito inimitable acudiendo en auxilio de Maureen O’Sullivan, raptada por algunos desaprensivos, o Vivien Leigh ponía a dios por testigo de su famoso juramento frente a Tara.

En aquella cocina, en aquel suelo, transcurrieron unas tardes inolvidables. Viví aventuras magníficas, convirtiéndome, por supuesto, en protagonista de todas ellas, pasé ratos inquietantes y me tronché de risa, pues todos los géneros eran favoritos de esa mujer que, siempre presumiendo de mala memoria, podía emplear una tarde entera en contarte una película de noventa minutos. Cuando, tiempo después, la “echaban” en la televisión, no solo la había visto ya, sino que todos y cada una de las escenas, de los detalles, estaban perfectamente grabados en mi mente.

Es curioso, no conocí a Caperucita, ni a El Gato con Botas ni a los otros clásicos hasta bastante después, pero Taras Bulba, Rebeca, La costilla de Adán, Scaramouche, Casablanca, El terremoto de San Francisco, Murieron con las botas puestas, Solo ante el peligro, Beau Geste y tantas y tantas otras fantásticas películas compusieron mis sueños de niño. Pirata, Espadachín, Pistolero, Aventurero, fueron vocaciones que alternaba según la película que tocara. Por supuesto, si moría heroicamente en la aventura, como a veces les ocurría a los buenos, pocas veces, yo quería un funeral vikingo, que molaba un montón. Lo sabía gracias a Gary Cooper en Beau Geste y a Kirk Douglas en Los Vikingos. Eso era lo más: mientras la chica te lloraba en la orilla, la barca con el cuerpo del héroe se alejaba y finalmente cientos de flechas ardientes la incendiaban, mientras la banda sonora alcanzaba su clímax. La leche, vamos.

En aquella época, y gracias a Hollywood, las cosas estaban muy claras y no había lugar a medias tintas. Los indios, los alemanes, los rusos y los japoneses, eran malos. Siempre. Bueno, menos Cochise (“Flecha Rota”) que era una rara excepción inexplicable. Los bárbaros, también malos. Y los romanos, pues dependía del color de la capa. Roja, malos; blanca, buenos. Estaba claro. Como aún no había llegado Sidney Poitier, los negros si no eran esclavos, o el mejor amigo del bueno, eran ladrones. Y los mejicanos siempre eran unos misérrimos labradores, vestidos de blanco, con el sucio sombrero de paja estrujado entre las manos y acojonados. Los buenos eran guapos y los malos, feos. La “chica” era preciosa y tenía cara angelical y la “mala” iba siempre súper peripuesta y muy pintarrajeada. Evidentemente de todo ello se podían sacar grandes enseñanzas morales, con las que nos alimentaban a todos.

Por supuesto, mi madre no sabía inglés. Y lógicamente los actores conservaban su nombre, pero castellanizado convenientemente. Todavía me suena raro oír “Clark Gueibol” en lugar del más original y genuino Clar G.a.b.l.e, o el rarísimo Spencer Tracy en vez del normal Espencer Traci. Supongo que cuando los americanos se dieron cuenta de que estábamos en el mapa y vinieron a vendernos sus cursos de inglés, cambiaron el nombre de todos los actores: Antoni Kin, Yoni Beismuler, Kir Duglas, Tirone Pover y demás elenco, se rebautizaron a unos nombres impronunciables y anglosajones. Pero me gustaba más, me gusta más, oir la pronunciación original made in spain de la época. Parecían más nuestros.

Hay docenas de películas que se me vienen, a borbotones, a la memoria. Casi todas en blanco y negro, que mi imaginación coloreaba en el más puro Technicolor ©. El cine, desde entonces, es uno de mis pasatiempos favoritos y pese a la mula, y los vecinos de butaca coñazos, voy cuando puedo. Pero no es lo mismo. Algo le falta, que las películas que ya no me conmueven ni me hacen soñar como entonces. Será el suelo de la cocina, la mala memoria de mi madre, o la vívida imaginación del niño que fui. Será. Pero no es lo mismo.





Publicado originalmente en El Blogguercedario por Aspective el 25/11/2009

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