El anterior post sobre la JMJ y mi relación con los curas, me recordó el colegio. Y obviando la enseñanza y el trato, me acuerdo de ciertas peculiaridades relacionadas con el edificio propiamente dicho.
Era grande. Se abría a tres calles de Madrid (Farmacia, Hortaleza y Santa Brígida) y en su configuración existían alas y prolongaciones que eran interiores y se elevaban por encima de las tres plantas de las fachadas, formando un entramado de rejilla con los muros exteriores y dando lugar a algunos de los cinco patios que existían. El edificio, que databa del siglo XVIII (1793), había sido hospital de leprosos (desde 1787) y cárcel: durante la Guerra Civil el colegio fue convertido en cárcel, la cárcel de San Antón o Prisión Provincial de Hombres número 2. La gran puerta del edificio, que daba a la calle Hortaleza, fue cerrada y se accedía a la prisión a través de una puerta situada en la calle Farmacia. Desde esta cárcel salieron, durante noviembre y diciembre de 1936, diversas sacas de presos, entre ellos los asesinados en Paracuellos del Jarama, unos episodios conocidos colectivamente como Matanzas de Paracuellos. Tras la guerra, el edificio efectuó la misma función, albergando, en condiciones infrahumanas, a las víctimas de la represión franquista. Posteriormente, el edificio fue devuelto a los escolapios, quienes recuperaron su destino como colegio hasta 1989.
Apaarte de contar con estos antecedentes, el colegio era, además, convento, con lo que existían zonas “prohibidas” a la circulación de los alumnos: pasillos vacíos, umbríos y fríos, suelos rechinantes, con grandes y oscuros cuadros de martirios, decenas de puertas siempre cerradas y “pasadizos” o atajos que te hacían aparecer en cualquier parte inesperada o insospechada del colegio. Las pocas veces que los curas nos llevaban, en fila y completo silencio, por estas zonas, donde arribábamos a sitios conocidos pero por puertas no abiertas (por nosotros) antes, eran momentos de aventura que se vivían a tope con una gran intensidad, la respiración agitada y el corazón en un puño.
Era grande. Se abría a tres calles de Madrid (Farmacia, Hortaleza y Santa Brígida) y en su configuración existían alas y prolongaciones que eran interiores y se elevaban por encima de las tres plantas de las fachadas, formando un entramado de rejilla con los muros exteriores y dando lugar a algunos de los cinco patios que existían. El edificio, que databa del siglo XVIII (1793), había sido hospital de leprosos (desde 1787) y cárcel: durante la Guerra Civil el colegio fue convertido en cárcel, la cárcel de San Antón o Prisión Provincial de Hombres número 2. La gran puerta del edificio, que daba a la calle Hortaleza, fue cerrada y se accedía a la prisión a través de una puerta situada en la calle Farmacia. Desde esta cárcel salieron, durante noviembre y diciembre de 1936, diversas sacas de presos, entre ellos los asesinados en Paracuellos del Jarama, unos episodios conocidos colectivamente como Matanzas de Paracuellos. Tras la guerra, el edificio efectuó la misma función, albergando, en condiciones infrahumanas, a las víctimas de la represión franquista. Posteriormente, el edificio fue devuelto a los escolapios, quienes recuperaron su destino como colegio hasta 1989.
Apaarte de contar con estos antecedentes, el colegio era, además, convento, con lo que existían zonas “prohibidas” a la circulación de los alumnos: pasillos vacíos, umbríos y fríos, suelos rechinantes, con grandes y oscuros cuadros de martirios, decenas de puertas siempre cerradas y “pasadizos” o atajos que te hacían aparecer en cualquier parte inesperada o insospechada del colegio. Las pocas veces que los curas nos llevaban, en fila y completo silencio, por estas zonas, donde arribábamos a sitios conocidos pero por puertas no abiertas (por nosotros) antes, eran momentos de aventura que se vivían a tope con una gran intensidad, la respiración agitada y el corazón en un puño.
Y con estos mimbres… ¡menudo cestos se hacían! Dadles a unos críos cuya imaginación va al doble de velocidad de la cualquiera, un edicio enorme antiguo, de piedra y suelos crujientes de madera desgastada y gris, con rincones, recovecos, pasillos y zonas prohibidas, que ha sido hospital de leprosos y cárcel: Leyendas e historias, siempre tétricas, con muertos en medio de terribles circunstancias y terribles dolores, circulaban en voz bajita de clase en clase (siempre originadas en algún hermano mayor o padre bien informado, por supuesto) mientras el resto escuchábamos con los ojos como platos, el corazón encogido y un extraño gustirrinín de miedo. El martirio y la tortura, el olvido hasta la muerte, el encierro perpetuo sin luz eran temas obligados de estas historias que no sé de dónde salían pero que derrochaban imaginación. Si Becquer nos hubiese escuchado, el Maese Pérez y su retablo hubieran sido sustituidos por el profesor Pérez y su colegio y si Allan Poe hubiera conocido el colegio sus obras hubiesen variado de escenarios. Sin duda.
Si los curas se hubieran percatado de que el peor castigo que nos podían imponer era pasar una noche deambulando por esos pasillos del colegio... se habrían ahorrado muchas tortas.
Si los curas se hubieran percatado de que el peor castigo que nos podían imponer era pasar una noche deambulando por esos pasillos del colegio... se habrían ahorrado muchas tortas.
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