Me he preguntado en infinidad de ocasiones qué es lo que mueve el mundo. Qué empuja a las personas. Qué motiva a alguien para hacer algo. Qué fuerzas son las que se ponen en marcha para conseguir que alguien haga o intente una determinada meta. Hay, por supuesto, algunas respuestas fáciles, lógicas, tópicas y que creo son las que a todos se nos ocurren en primer lugar: dinero, poder, prestigio, posición, influencia... y ¿por qué no? el amor, el sexo. No sé tampoco el orden, pues realmente siempre he pensado que las primeras (dinero, poder, etc.) salvo raras excepciones, no son un fin en si mismas, sino una manera de llegar a ser el "macho alfa" de la manada y obtener así la posibilidad de apareamiento con el mayor número de hembras posibles.
O son simplemente tonterías, pues ni soy psicólogo, sociólogo, ni nada que se le parezca y ni siquiera he leído sobre el tema. Vamos, que son teorías (¿tonterías?) de pasillo y ascensor.
Pero a lo que iba. Siempre he creído también, que detrás, o además, de esas grandes fuerzas motoras, cada uno de nosotros tiene sus propios puntos "débiles" (es inapropiado el calificativo, pero no se me ocurre algo más acertado en este momento). Aquellos que por conseguirlos, por disfrutarlos o tenerlos es capaz de cualquier cosa y sin embargo es muy posible que dejasen "frío" al de la lado. Son fijaciones individuales, manías, metas propias, que no son compartidas por todos, por la mayoría de nuestros semejantes.
Y todo este rollo que me acabo de marcar es para contaros una de las mías. Algo falso, puesto que viene de una película, pero que de verdad me conmovió.
¿Habéis visto "Braveheart", la película basada en la biografía del héroe independentista escocés del siglo XIV, William Wallace? Dirigida y protagonizada por Mel Gibson en 1995, narra, como decía, la vida de W.W. desde que siendo un niño, toda su familia es asesinada por los ingleses, razón por la cual se fue a vivir lejos con un tío, hasta que regresa a su tierra después de muchos años de ausencia y encuentra a su pueblo, los escoceses, viviendo oprimidos por los gravosos tributos y las injustas leyes impuestas por los ingleses. Rebelión, luchas, vistoria, traición y muerte, todos los ingredientes para un drama épico de más de tres hora de duración que recobraba el mejor sabor del cine de aventuras de los 50. Arropada por una banda sonora inolvidable, una puesta en escena inmejorable, con escenas y momentos que no se olvidan nos dan una entretenidísima película que fue muy bien acogida, cosa extraña, por público y crítica.
Pues a pesar de todos estos valores, a pesar de mezclar mil ingredientes, a mi me obsesionaba, me obesiona una cosa en concreto, presente en un par de escenas: la forma en que Catherine McCormack (en el papel de Murron McGlannough, enamorada esposa de Willian Wallace), le mira con arrobo, con dulzura ,con un amor palpable, primero a través de la gente, en plena fiesta, en una de las escenas del principio, al regreso del que será el héroe, a su aldea. Y otra justo al final del film, cuando W.W. espera la ejecución de su sentencia, y ella se le aparece, imaginariamente, entre el público, ofreciéndole consuelo, apoyo y "esperándole".
Una mirada así, puede conmover un mundo, creo yo. Por una mirada así yo sería capaz de... capaz de todo, pues sentiría que no hay nada imposible. Con una mirada así clavándose en mis ojos, creo que tampoco necesitaría más. Sería el rey del mundo, el amo del universo, el dueño de todo lo que importa y sería, simplemente, feliz.
Al buscar imágenes para esta entrada, me he dado cuenta de que no debo ser, ni mucho menos, original con esta obsesión pues la abundancia de secuencias de esta parte de la película es increíble.
2 comentarios:
Dice más una mirada que mil palabras...
¡Cachis! Ahora que descubro tu blog.... dejas de postear...... ainsssssss
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