martes

Cita a "ciegas". Relato

Miré como se alejaba, taconeando con ese paso decidido y firme que le caracterizaba y el sensual movimiento, de suave ondulación, de sus caderas que tan perfectamente marcaba y hacía resaltar su precioso trasero. El pelo largo, negro, se balanceaba al mismo ritmo consiguiendo acentuar la sensación de sensualidad que emanaba de ella. Y se notaba, pues noté que varias miradas, con más o menos discreción, se volvían a su paso.

Estuve mirándola hasta que poco a poco se perdió entre la gente. Se difuminó, haciéndose invisible y tuve que apelar a todas mis fuerzas para no echar a correr detrás de ella. Intenté llamarla pero solo un suspiro inaudible con su nombre salió de mi garganta: “Sara…”

Como pude me sequé las lágrimas que abundantemente corrían por mi cara hasta empapar la cana barba. Era inútil. El vertido continuaba y su flujo era mayor que la capacidad del pañuelo. Seguía llorando. Lentamente, apesadumbrado, me giré y volví hacia el coche y me dejé caer en el asiento. Volví a poner, como penitencia o martirio, no lo sé exactamente, la canción que desde la primera vez que la oí había identificado inmediatamente con ella. La melodía comenzó a sonar:


- “I kissed you good bye at the airport…”

Bien, no era un aeropuerto, pero era una despedida y ella me había besado ¿no? La canción continuaba desgranando su texto

- “Tonight, tonight, tonight, tonight, I wanna be with you. Tonight, tonight, tonight, tonight I wanna be with you tonight.”

Sí, era cierto, esta noche y todas.

Me dije que ya lo sabía. Que antes de ir ya lo sabía. No entendía por qué estaba llorando, por qué me sentía tan mal cuando, antes de empezar el fin de semana, ya sabíamos que el domingo debía acabar. Estaba claro sin embargo. Quería más, quería todo. ¿Había sido una locura? Sí, claro, por supuesto. Vivificante, maravillosa, refrescante. Una locura que de no haberla llevado adelante nunca podría decir que había vivido. Mientras seguía el soniquete de fondo, una canción de despedida en realidad, cerré los ojos y quise saborear todos los recuerdos antes de que se me pudiera escapar nada.

Habíamos decidido quedar a mitad de camino. En un sitio neutral, donde nadie nos conociera y donde no nos fuésemos a encontrar con nadie. Un lugar para estar tranquilos y cómodos, a nuestro aire. Nos separaban 591 Km. Habíamos quedado en Puebla de Sanabria, un precioso lugar zamorano en el que podríamos hablar, pasear, conocernos… Y por supuesto, también había hotel: Hotel Posada Real La Pascasia. A pesar de su nombre, me lo había recomendado mi hermano una vez que estuvo por allí.

Sara no me hizo caso. En contra de mis consejos, intentando ponerme en su lugar, le había propuesto que acudiera a la cita con una amiga de confianza. Lo desestimó a pesar de estar plena de cordura y lógica. Al menos, inicialmente quedamos en un lugar público. Un café en la plaza. Algo atemporal, como infinidad de parejas habrían hecho a lo largo de los años.

Llegué al pueblo con bastante antelación respecto a la hora del encuentro y me dirigí directamente al café. Quería darle la oportunidad de poder verme, estudiarme anónimamente, desde fuera, y salir corriendo si lo deseaba. Siempre podía llamarme luego, durante el camino de regreso y argumentar cualquier excusa. He de reconocer que estaba nervioso. Muy nervioso. No sé por qué. Era ella. La conocía, y ella a mí, mejor que a muchas personas con las que has pasado grandes temporadas. La comodidad de la escritura sin tener que dar la cara había facilitado grandes confidencias. Cosas, temas que normalmente no suelen salir en una conversación frente a frente. Pero todos los viejos fantasmas, que creía enterrados y olvidados, los antiguos miedos de adolescente, la inseguridad que había dado por desterrada, volvían a estar allí. Conmigo. Me encogían el corazón y me estrujaban el estómago. El tiempo pasaba muy lentamente. Llevaba tres cafés, que no contribuían a tranquilizarme precisamente y aún no era la hora. ¿Se daría la vuelta de verdad?

Y entró. Sólo vi su sonrisa. Una gran sonrisa enmarcada por una cascada de pelo negro que avanzaba hacia mí. ¡Estaba allí! El corazón me martilleaba el pecho y mi respiración se aceleró. ¡No se había ido! ¡Al menos, no se había ido! No recuerdo lo primero que dije. Ambos hablamos a la vez. ¡Menos mal, porque estoy convencido de que solté la primera tontería que se me cruzó por la mente! Todo de lo que siempre he presumido, el aplomo, la seguridad, la confianza, debían de estar de vacaciones. Logré proponerle sentarnos en una mesa. El café estaba medio lleno y de fondo había un confortable ruido, apoyado por la televisión encendida, que facilitaba el anonimato de la conversación.

No recuerdo tampoco el inicio de nuestra charla pues estaba mucho más concentrado en mirarla, en reconocerla, en unir fotos, voz, texto y persona para lograr una unidad real y total. No era como me había imaginado. Al menos, no exactamente, aunque la habría reconocido sin problemas. Era… quizás más alta. Y menos guapa, o con las facciones menos perfectas de lo que había imaginado. Pero mucho, muchísimo más atractiva. Sonreía. Se reía con nuestra charla, que no soy consciente de haber mantenido. Brillaban sus ojos y su pelo. Era realmente muy atractiva, seductora. Estuvimos hablando largo rato, ambos intentando conectar lo que sabíamos del otro con lo que veíamos. Propuse dar un paseo, aceptó, y caminando sin rumbo, continuamos la conversación. No sé si fue accidental o lo provocamos uno de los dos, pero nuestras manos se encontraron y ya no quisieron soltarse. El tiempo era agradable, la temperatura ideal por lo que al rato nos sentamos en un banco bajo unos árboles. No podía apartar mi mirada de sus ojos y cuando el más mínimo silencio planeó entre ambos, nos besamos. Creo que fue una decisión simultánea. Sabía bien, sabía a Sara, sabía a gloria. Fue mucho mejor de lo imaginado. Y continuamos hablando, paseando y besándonos. Se movía con una gracia, con un estilo que hacía que la fuese encontrando más y más atractiva aún por momentos. Estaba excitado. Sí, es verdad, lo estaba. Pero el momento tenía magia y no quería acabar con él.

Pasamos frente a un restaurante. Le propuse comer algo, pues creo que era la hora, aunque malditas las ganas que tenía yo. No pensaba que me pudiese pasar nada por la garganta. Y seguía agarrando su mano como si tuviese miedo de que si la soltaba, se desvaneciera. Pero nos sentamos a comer y efectivamente no comimos mucho ninguno pero, algo más relajados, la conversación fluía y las risas aumentaban. Era una chica alegre, divertida, culta, guapa, encantadora. Y estaba allí conmigo. Me sentía como el hermano pequeño de dios, capaz de cualquier cosa.

Hasta después, claro. Finalizado el café fuimos con los coches hasta el hotel para tomar habitación y dejar las maletas. Cuando cerramos la puerta de la habitación tras el botones, nos quedamos callados, mirándonos. Pensé que me habían introducido una viga en la espalda pues me notaba totalmente rígido, envarado. ¿Por qué lo normal se hace a veces tan difícil? Ella se sobrepuso antes. Avanzó hacia mí y me beso, recorriendo con sus manos mi espalda, mi cabeza, mi culo. Al fin pude reaccionar y a mi vez comencé a investigar ávidamente ese cuerpo que tantas veces había soñado. Cada momento con más prisa, sin hablar, sin dejar de besarnos, pudimos despejar la cama, desnudarnos mutuamente y, dejándonos caer, hacer por primera vez el amor. ¿Sí? Bueno, si he de ser sincero conmigo mismo debería reconocer que lo intentamos. Porque esa magnífica reacción, habitualmente llamada gatillazo, consecuencia de la sobreexcitación y los nervios, se instaló conmigo y fui totalmente incapaz de tener una erección. Por lo menos no dije eso de que no sé que ha podido ser, es la primera vez que me pasa, etc. Afortunadamente Sara se lo tomó con humor, con comprensión, con cariño, intentando quitarme presión de encima. Volvimos a hablar, a relajarnos, comenzamos a acariciarnos suavemente y, con más tranquilidad, al fin pudimos hacer el amor. Debo reconocer que no tuvimos una gran coordinación, pero fue maravilloso. No digo increíble. Simplemente, maravilloso. Así pasaron los dos días. Paseando, riendo, haciendo el amor…

Llegó, como llega todo, la hora final. La de despedirse. Y mientras, por dentro, me desgarraba y sentía un vacío negro, total. Me preguntaba qué podía hacer. La respuesta, muy sabida ya, era nada. Dos vidas, dos mundos, mucha distancia, mucha gente alrededor. ¿Cómo se podía desatar todo eso para trenzar algo nuevo? No tenía la respuesta. Ninguna respuesta. Y la dejé marchar. Intentando sonreír mientras lloraba. Lo mejor que me había pasado, mi ilusión, mis sueños, mi felicidad se iban con ella y ni siquiera sabía si la volvería a ver. También se llevaba mi sonrisa y mis ganas de seguir. De seguir con qué, me pregunté. Se alejaba caminado entre la gente. Hacia su coche, hacia su casa, hacia su hogar. Que no era el mío por más que lo deseara. No corrí. Sólo suspiré. ¡Sara…!





Publicado originalmente en "El jugo de la zabila" por Aspective (b. ps.)el 4/9/2009

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