domingo

Ya no pude parar de reir. Relato.

Me escapé esa tarde del trabajo. Solté una excusa sobre una visita al médico y me largué hacia esa zona, cercana a Madrid, que constituye la falda de Navacerrada. Pinares, manantiales, aire puro y sensación de naturaleza, de aislamiento, de verdad. Siempre que necesito pensar, recargar las pilas o recibir un baño de optimismo acudo a esos bosques que, desde niño, siempre han sido un lugar especial para mí.

La tarde era soleada. El ambiente olía a tierra, a agua, a pino y jara. Después de unos cuantos días de lluvia la primavera se enseñoreaba del clima y nos mostraba su faz más amable. La luz se filtraba entre las copas de los árboles y los helechos crecían desaforados por doquier. En los claros, la jara en flor te embriagaba como un adelanto del verano aún lejano.

Por allí me puse a caminar, golpeando al pasar las piñas caídas. Iba concentrado en mí, intentando mirar en mi interior. Discernir la verdad de la mentira y de lo imaginario. Tenía que aclararme antes de meter la pata hasta el corvejón y hacer o decir algo de lo que después me arrepentiría.

Al menos una cosa estaba clara. Yo la quería, deseaba seguir con ella. Sobre eso no tenía dudas. Pero ¿y ella? Ahí es donde radicaba el quid, donde estaba el meollo. Decía, de palabra, que me quería y en ningún momento se podía deducir de sus planes futuros, de sus planteamientos de convivencia que no fuese así. Pero ¿me amaba? ¿con lo que ella me daba era suficiente? ¿qué debía hacer?

Yo había llegado a la conclusión de que ella no estaba enamorada de mí. A pesar de sus verbalizaciones “te quiero mucho”, y pequeños mimos del día a día, ciertas cosas, tal vez nimiedades, me inducían a pensar lo contrario.

Creo que me apreciaba pues no se está casado con alguien tanto tiempo, se vive, se tienen hijos, sin que se cree un poso, un fondo al menos de complicidad. No ha habido entre nosotros problemas, al menos problemas serios, más allá de quién baja la basura o recoge el lavavajillas. No había discusiones, ni nada de lo que tradicionalmente se argumenta como excusa. Ni siquiera creo que hubiese una tercera persona de por medio. Entonces ¿por qué tenía la impresión de que ya no me amaba?

Por la falta de contacto. No, no estoy hablando de sexo. En cada pareja la media, las cifras, no valen y múltiples circunstancias pueden explicar su ausencia. Hablo de roce, de abrazos, de cuando te agarran por el brazo o recuestan la cabeza. No hay contacto. Nos movemos en un espacio pequeño, limitado y no hay contacto. Dormimos en extremos opuestos de una gran cama y logramos despertarnos sin habernos rozado siquiera.

Hablo de alegría. De su ausencia. De cómo estar en casa la enerva y ha perdido la alegría que fue una de sus máximas virtudes.

Hablo de tiempo. De buscar mil y una excusas reales, verídicas, nimias, pero excusas que le permitan llegar a casa justo para cenar, o no, y retirarse a leer a la cama. De cómo prefiere la soledad de su lecho a la compañía en el sofá.

La complicidad que ya no está y que con aquellos viejos amigos, aún queridos, sigue manteniendo. Y de cómo la alegría con estos sigue surgiendo.

Hablo del lenguaje corporal. Del sitio que sin pensar, mientras se habla, se elige para sentar. De la ropa que escoge para trabajar o para ir conmigo.

La última vez, ¿la primera? que yo directamente le pregunté si me quería me dijo que sí, que claro que sí, que no como al principio, pues los años pasan, pero que sí me quería. Y no me atreví a preguntar más.

No lo sé. Estoy hecho un lío. Son muchos mensajes contradictorios o es únicamente mi imaginación la que juega en campo equivocado.

¿Qué debo de hacer? ¿Debo hablar con ella? Cuando lo he intentado, además de enfadarse, lo niega todo, lo achaca a mis celos, a mi estupidez a lo que sea, pero por culpa mía.

¿Será verdad?

Intentaré de nuevo hablar. Me imagino la escena. ¿Le diré eso de “cariño, tenemos que hablar”? ¿O eso es válido solo para mujeres? Temo la respuesta. Temo que sea sincera y me diga aquello que tantas veces escuché en mi juventud: “Te quiero, te quiero mucho pero como amigo”. Sí, me imagino la escena y comienzo a reír, mientras las lágrimas se desbordan.

Inicié el camino de vuelta. Ya no pude parar de reír, ni de llorar. Y en el fondo, por crearme esa desazón, ese sinvivir, esa angustia, no sabía si la amaba o la odiaba con toda mi alma.



Publicado originalmente en El Blogguercedario por Aspective el 20-4-2009

1 comentario:

Dina dijo...

Jodida sensación la de ver que el barco no va a buen puerto y tener que coger al toro por los cuernos y decirle: "Cariño, tenemos que hablar"...uuuuuuuuuuf